Capítulo 10
Durante un momento,
las cámaras se quedan clavadas en la mirada cabizbaja de Peeta, mientras todos
asimilan lo que acaba de decir. Después veo mi cara, boquiabierta, con una
mezcla de sorpresa y protesta, ampliada en todas las pantallas: ¡soy yo! ¡Dios
mío, se refiere a mí! Aprieto los labios y miro al suelo, esperando esconder
así las emociones que empiezan a hervirme dentro.
--Vaya, eso sí que es
mala suerte --dice Caesar, y parece sentirlo de verdad.
La multitud le da la
razón en sus murmullos y unos cuantos han soltado grititos de angustia.
--No es bueno, no
--coincide Peeta.
--En fin, nadie puede
culparte por ello, es difícil no enamorarse de esa jovencita. ¿Ella no lo
sabía?
--Hasta ahora, no
--responde Peeta, sacudiendo la cabeza.
Me atrevo a mirar un
segundo a la pantalla, lo bastante para comprobar que mi rubor es perfectamente
visible.
--¿No les gustaría
sacarla de nuevo al escenario para obtener una respuesta? --pregunta Caesar a
la audiencia, que responde con gritos afirmativos--. Por desgracia, las reglas
son las reglas, y el tiempo de Katniss Everdeen ha terminado. Bueno, te deseo
la mejor de las suertes, Peeta Mellark, y creo que hablo por todo Panem cuando
digo que te llevamos en el corazón.
El rugido de la
multitud es ensordecedor; Peeta nos ha borrado a todos del mapa al declarar su
amor por mí. Cuando el público por fin se calla, mi compañero murmura un
«gracias» y regresa a su asiento. Nos levantamos para el himno; yo tengo que alzar
la cabeza, porque es una muestra de respeto obligatoria, y no puedo evitar ver
que en todas las pantallas aparece una imagen de nosotros dos, separados por
unos cuantos metros que, en las mentes de los espectadores, deben de parecer
insalvables. Pobre pareja trágica.
Sin embargo, yo sé la
verdad.
Después del himno,
los tributos nos ponemos en fila para volver al vestíbulo del Centro de
Entrenamiento y sus ascensores. Me aseguro de no meterme en el mismo que Peeta.
La muchedumbre frena a nuestro séquito de estilistas, mentores y acompañantes,
así que nos quedamos solos; no hablamos. Mi ascensor deja a cuatro tributos
antes de quedarme sola y llegar a la planta doce. Peeta acaba de salir del
ascensor cuando me acerco a él y le pego un empujón en el pecho; él pierde el
equilibrio y se estrella contra una fea urna llena de flores artificiales. La
urna se cae y se hace añicos en el suelo, Peeta aterriza encima de los pedazos
y las manos empiezan a sangrarle de inmediato.
--¿A qué viene esto?
--me pregunta, horrorizado.
--¡No tenías derecho!
¡No tenías derecho a decir esas cosas sobre mí!
Los ascensores se
abren y aparece todo el grupo: Effie, Haymitch, Cinna y Portia.
--¿Qué está pasando?
--pregunta Effie, con un deje de histeria en la voz--. ¿Te has caído?
--Después de que ella
me empujara --responde Peeta, mientras Effie y Cinna lo ayudan a levantarse.
--¿Lo has empujado?
--me pregunta Haymitch.
--Ha sido idea tuya,
¿verdad? ¿Lo de convertirme en una idiota delante de todo el país?
--Fue idea mía
--interviene Peeta, mientras se quita trozos de cerámica de las manos--.
Haymitch sólo me ayudó a desarrollarla.
--Sí, Haymitch es una
gran ayuda... ¡para ti!
--Eres una idiota,
sin duda --dice Haymitch, asqueado--. ¿Crees que te ha perjudicado? Este chico
acaba de darte algo que nunca podrías lograr tú sola.
--¡Me ha hecho
parecer débil!
--¡Te ha hecho
parecer deseable! Y, reconozcámoslo, necesitas toda la ayuda posible en ese
tema. Eras tan romántica como un trozo de roca hasta que él dijo que te quería.
Ahora todos te quieren y sólo hablan de ti. ¡Los trágicos amantes del Distrito
12!
--¡Pero no somos
amantes! --exclamo.
--¿A quién le
importa? --insiste Haymitch, cogiéndome por los hombros y aplastándome contra
la pared--. No es más que un espectáculo, todo depende de cómo te perciban.
Después de tu entrevista lo único que podría haber dicho de ti era que
resultabas bastante agradable, aunque debo admitir que eso ya de por sí es un
milagro. Ahora puedo decir que eres una rompecorazones. Oooh, los chicos de tu
distrito caían abrumados a tus pies. ¿Con cuál de las dos imágenes crees que
conseguirás más patrocinadores?
El olor a vino de su
aliento me pone mala; lo empujo para quitármelo de encima y retrocedo,
intentando aclararme las ideas.
--Tiene razón,
Katniss --me dice Cinna, acercándose y rodeándome con un brazo.
--Tendría que haberlo
sabido --respondo, sin saber qué pensar--. Así no habría parecido tan estúpida.
--No, tu reacción ha
sido perfecta. De haberlo sabido, no habría parecido tan real --intervino
Portia.
--Lo que le preocupa
es su novio --dice Peeta, malhumorado, mientras se arranca un trozo
ensangrentado de urna.
--No tengo novio
--afirmo, aunque se me encienden otra vez las mejillas al pensar en Gale.
--Lo que tú digas,
pero seguro que es lo bastante listo para reconocer un farol. Además, tú no has
dicho que me quieras, así que ¿qué más da?
Las palabras empiezan
a surtir efecto. Me calmo. Ahora no sé si debo pensar que me han usado o que me
han dado una ventaja. Haymitch tiene razón, he sobrevivido a la entrevista,
pero ¿qué les he ofrecido? A una chica imbécil dando vueltas con un vestido
brillante y soltando risitas tontas. El único momento con sustancia fue cuando
hablé de Prim. Comparada con Thresh y su fuerza silenciosa y mortífera, no soy
digna de recordar. Tonta, brillante y fácil de olvidar; bueno, no del todo,
porque tengo mi once en entrenamiento.
Sin embargo, ahora
Peeta me ha convertido en objeto de amor, y no sólo del suyo. Según él, ahora
tengo muchos admiradores, y si el público cree de verdad que estamos
enamorados... Recuerdo la energía con la que han respondido a su confesión; un
amor trágico. Haymitch tiene razón, en el Capitolio adoran estas cosas. De
repente me preocupa no haber reaccionado bien.
--Después de que
dijese que me quería, ¿a vosotros os pareció que podría estar enamorada de él?
--les pregunto.
--A mí sí --responde
Portia--. Por la forma en que evitabas mirar a las cámaras y el rubor en las
mejillas.
Los otros asienten.
--Eres una mina,
preciosa, vas a tener a los patrocinadores haciendo cola --afirma Haymitch.
--Siento haberte
empujado --le digo a Peeta, obligándome a mirarlo, avergonzada por mi reacción.
--Da igual --responde
él, encogiéndose de hombros--. Aunque, técnicamente, es ilegal.
--¿Tienes bien las
manos?
--Se pondrán bien.
En el silencio que
sigue a su respuesta nos llegan los deliciosos olores de la cena, que ya está
en el comedor.
--Vamos a comer
--dice Haymitch, y todos lo seguimos hasta la mesa y nos colocamos en nuestros
puestos.
Como Peeta está
sangrando demasiado, Portia se lo lleva para que lo atiendan. Empezamos la sopa
de nata y pétalos de rosa sin ellos, y, cuando terminamos, vuelven. Las manos
de Peeta están envueltas en vendas y yo no puedo evitar sentirme culpable,
porque mañana estaremos en el campo de batalla, él me ha hecho un favor y yo le
he respondido con una herida. ¿Es que siempre voy a estar en deuda con él?
Después de la cena
vemos la repetición de las entrevistas en el salón. Yo parezco presumida y
superficial, dando vueltas y soltando risitas, aunque los demás me aseguran que
les parezco encantadora. El que sí está encantador es Peeta, y después resulta
irresistible en su actuación de chico enamorado. Y ahí salgo yo, ruborizada y
perpleja, bella gracias a las manos de Cinna, deseable gracias a la confesión
de Peeta, trágica por las circunstancias y, lo mires por donde lo mires,
imposible de olvidar.
Cuando termina el
himno y la pantalla se oscurece, la habitación guarda silencio. Mañana al alba
nos levantarán y nos prepararán para el estadio. Los juegos en sí no empiezan
hasta las diez, porque muchos de los habitantes del Capitolio se levantan
tarde, pero Peeta y yo tenemos que empezar temprano. No se sabe lo lejos que
estará el campo de batalla elegido para este año.
Sé que Haymitch y
Effie no irán con nosotros. En cuanto salgamos de aquí, ellos se desplazarán a
la sede central de los juegos, donde, esperemos, reclutarán patrocinadores sin
parar y trabajarán en una estrategia para decidir cómo y cuándo entregarnos los
regalos. Cinna y Portia viajarán con nosotros hasta el mismísimo punto desde el
que nos lanzarán a la batalla. A pesar de todo, es el momento de despedirse.
Effie nos coge a los
dos de la mano, con lágrimas de verdad en los ojos, y nos desea buena suerte.
Nos da las gracias por ser los mejores tributos que ha tenido el privilegio de
patrocinar; después, como es Effie y parece estar obligada por ley a decir
siempre algo horrible, añade:
--¡No me sorprendería
nada que el año que viene me promocionasen por fin a un distrito decente!
Después nos besa en
la mejilla y se aleja rápidamente, no sé si abrumada por la sentimental
despedida o por la posible mejora de su fortuna.
Haymitch cruza los
brazos y nos examina.
--¿Un último consejo?
--pregunta Peeta.
--Cuando suene el
gong, salid echando leches. Ninguno de los dos sois lo bastante buenos para
meteros en el baño de sangre de la Cornucopia. Salid corriendo, poned toda la
distancia posible de por medio y encontrad una fuente de agua. ¿Entendido?
--¿Y después?
--pregunto.
--Seguid vivos --responde
Haymitch.
Es el mismo consejo
que nos dio en el tren, pero ahora no está borracho y riéndose. Asentimos. ¿Qué
otra cosa podemos hacer?
Cuando me voy hacia
mi cuarto, Peeta se queda atrás para hablar con Portia, cosa que me alegra. No
sé cuáles serán nuestras incómodas palabras de despedida, pero pueden esperar a
mañana. Veo que alguien ha abierto mi cama, aunque no hay ni rastro de la chica
pelirroja. Ojalá supiera su nombre; debería habérselo preguntado y puede que
ella me lo hubiese escrito o explicado con mímica, aunque es probable que sólo
sirviera para que la castigasen.
Me doy una ducha y me
quito la pintura dorada, el maquillaje y el aroma de la belleza. Todo lo que
queda del trabajo del equipo de diseño son las llamas de las uñas, que decido
conservar para recordarle a la audiencia quién soy: Katniss, la chica en
llamas. Quizá me dé algo a lo que agarrarme en los días que me esperan.
Me pongo un camisón
grueso, como de lana, y me acuesto. En unos cinco segundos me doy cuenta de que
no me quedaré dormida, y lo necesito desesperadamente, porque cada momento de
fatiga en el estadio es una invitación a la muerte.
No sirve de nada;
pasa una hora, luego dos, luego tres, y mis párpados se niegan a cerrarse. No
puedo dejar de imaginarme en qué terreno nos soltarán. ¿Desierto? ¿Pantano? ¿Un
páramo helado? Sobre todo espero que haya árboles que me puedan ofrecer
escondite, alimento y cobijo. Suele haber árboles, porque los paisajes pelados
son aburridos y, sin vegetación, los juegos se acaban pronto. Pero ¿cómo será
el clima? ¿Qué trampas habrán escondido los Vigilantes para animar los momentos
aburridos? Y luego están los otros tributos.
Cuanto más ansiosa
estoy por dormirme, menos lo consigo. Al final estoy tan inquieta que tengo que
salir de la cama; recorro la habitación notando que el corazón me late
demasiado deprisa, que tengo la respiración acelerada. Es como estar en una
celda, si no consigo respirar aire fresco pronto voy a empezar a romperlo todo
otra vez. Corro por el vestíbulo hacia la puerta que da al tejado, que no sólo
no está cerrada, sino que la han dejado entreabierta. Quizás alguien se olvidó
de cerrarla, aunque da lo mismo, porque el campo de energía que rodea el tejado
impide cualquier intento desesperado de fuga, y yo no quiero escapar, sólo
llenarme los pulmones de aire; quiero ver el cielo y la luna antes de que
intenten darme caza.
El tejado no está
iluminado por la noche, pero en cuanto piso descalza el suelo de baldosas, veo
su silueta recortada contra las luces que no dejan de brillar en el Capitolio.
En las calles hay bastante barullo, música, gente cantando y cláxones, cosas
que no oía a través de los gruesos paneles de cristal de mi cuarto. Podría
largarme ahora mismo sin que él se diese cuenta; no me oiría con tanto follón. Sin
embargo, el aire nocturno es tan agradable que no soportaría regresar a mi
agobiante jaula. ¿Y qué más da? ¿Qué más da si hablamos o no?
Avanzo sin hacer
ruido por las baldosas; cuando estoy a un metro de él, le digo:
--Deberías estar
durmiendo.
Él se sobresalta,
pero no se vuelve, y veo que sacude un poco la cabeza.
--No quería perderme
la fiesta. Al fin y al cabo, es por nosotros.
Me acerco a él y me
asomo al borde: las amplias calles están llenas de gente bailando. Me esfuerzo
por distinguir los detalles de sus figuras diminutas.
--¿Están disfrazados?
--¿Quién sabe?
Teniendo en cuenta la locura de ropa que llevan aquí... ¿Tú tampoco podías
dormir?
--No podía dejar de
pensar --respondo.
--¿Piensas en tu
familia?
--No --reconozco,
sintiéndome un poco culpable--. No dejo de preguntarme qué pasará mañana,
aunque no sirve de nada, claro. --Con la luz que llega de abajo puedo verle la
cara, la extraña forma de cogerse las manos vendadas--. Siento mucho lo de las
manos, de verdad.
--No importa,
Katniss. De todos modos, no tenía ninguna oportunidad en los juegos.
--No debes pensar
así.
--¿Por qué no? Es la
verdad. Mi única esperanza es no avergonzar a nadie y... --vacila.
--¿Y qué?
--No sé cómo
expresarlo bien. Es que... quiero morir siendo yo mismo. ¿Tiene sentido?
--pregunta, y yo sacudo la cabeza. ¿Cómo va a morir siendo otra persona?--. No
quiero que me cambien ahí fuera, que me conviertan en una especie de monstruo,
porque yo no soy así. --Me muerdo el labio, sintiéndome inferior. Mientras yo
cavilaba sobre la existencia de árboles, Peeta le daba vueltas a cómo mantener
su identidad, su esencia.
--¿Quieres decir que
no matarás a nadie? --le pregunto.
--No. Cuando llegue
el momento estoy seguro de que mataré como todos los demás. No puedo rendirme
sin luchar. Pero desearía poder encontrar una forma de... de demostrarle al
Capitolio que no le pertenezco, que soy algo más que una pieza de sus juegos.
--Es que no eres más
que eso, ninguno lo somos. Así funcionan los juegos.
--Vale, pero, dentro
de ese esquema, tú sigues siendo tú y yo sigo siendo yo --insiste--. ¿No lo
ves?
--Un poco. Aunque...,
sin ánimo de ofender, ¿a quién le importa, Peeta?
--A mí. Quiero decir,
¿qué otra cosa me podría preocupar en estos momentos? --me pregunta, enfadado.
Me mira a los ojos con sus penetrantes ojos azules, exigiendo una respuesta.
--Preocúpate por lo
que dijo Haymitch --respondo, dando un paso atrás--. Por seguir vivo.
--Vale --responde él,
esbozando una sonrisa triste y burlona--. Gracias por el consejo, preciosa.
--Usa el tono condescendiente de Haymitch, es como si me hubiese dado un
bofetón.
--Mira, si quieres
pasarte las últimas horas de tu vida planeando una muerte noble en el estadio,
es cosa tuya. Yo prefiero pasar las mías en el Distrito 12.
--No me sorprendería
que lo hicieras. Dale recuerdos a mi madre cuando vuelvas, ¿vale?
--Puedes contar con
ello. --Me vuelvo y bajo del tejado.
Me paso el resto de
la noche dando cabezadas, imaginándome los comentarios cortantes que le haré a
Peeta Mellark por la mañana. Peeta Mellark. Ya veremos lo noble y elevado que
se vuelve cuando tenga que decidir entre la vida y la muerte. Seguramente se
convertirá en uno de esos tributos bestiales, de los que intentan comerse el
corazón de alguien después de matarlo. Hubo un tipo así hace unos cuantos años,
Titus, del Distrito 6. Se volvió completamente salvaje y los Vigilantes
tuvieron que derribarlo con pistolas eléctricas para recoger los cadáveres de
los jugadores que había matado y evitar que se los comiera. En el estadio no
hay reglas, pero el canibalismo no es del gusto del público del Capitolio, así
que intentaron eliminarlo. Se especuló que la avalancha que acabó finalmente
con Titus fue preparada para asegurarse de que el ganador no fuese un lunático.
·
No veo a Peeta por la
mañana. Cinna viene a por mí antes del alba, me da una túnica sencilla y me
acompaña al tejado. Los últimos preparativos se harán en las catacumbas, debajo
del estadio en sí. Un aerodeslizador surge de la nada, igual que el del bosque
el día que vi cómo capturaban a la chica pelirroja, y deja caer una escalera de
mano. Pongo pies y manos en el primer escalón y, al instante, me quedo
paralizada. Una especie de corriente me pega a la escalera hasta que me suben
al interior.
Aunque me imaginaba
que la escalera me soltaría al llegar, sigo pegada a ella y una mujer vestida
con una bata blanca se me acerca con una jeringuilla.
--Es tu dispositivo
de seguimiento, Katniss. Cuanto más quieta estés, mejor podré colocártelo --me
explica.
¿Quieta? Soy una
estatua. Sin embargo, eso no evita que note un dolor agudo cuando la aguja me
introduce el dispositivo metálico debajo de la piel del antebrazo. Ahora los
Vigilantes podrán localizarme en todo momento. No les gustaría perder a un
tributo.
En cuanto el
dispositivo está colocado, la escalera me suelta. La mujer desaparece y recogen
a Cinna del tejado. Un chico avox se acerca y nos acompaña a una habitación
donde han servido el desayuno. A pesar de la tensión que noto en el estómago,
como todo lo que puedo, aunque los deliciosos manjares no me impresionan. Estoy
tan nerviosa que podría estar comiendo polvo de carbón. Lo único que me distrae
es la vista desde las ventanas: sobrevolamos la ciudad y después la zona
deshabitada que hay más allá. Esto es lo que ven los pájaros, sólo que ellos
son libres y están a salvo. Justo lo contrario que yo.
El viaje dura una
media hora. Después se oscurecen las ventanas, lo que nos indica que llegamos
al estadio. El aerodeslizador aterriza, y Cinna y yo volvemos a la escalera,
aunque esta vez para bajar hasta un tubo subterráneo que da a las catacumbas.
Seguimos las instrucciones para llegar a mi destino, una cámara donde realizar
los preparativos. En el Capitolio la llaman la sala de lanzamiento. En los
distritos la conocemos como el corral, donde guardan a los animales antes de
llevarlos al matadero.
Todo está nuevo; yo
seré la primera y única ocupante de esta sala de lanzamiento. Los campos de
batalla son emplazamientos históricos y los conservan después de los juegos,
destinos turísticos populares para los residentes del Capitolio: puedes pasar
aquí un mes, volver a ver los juegos, hacer un recorrido por las catacumbas y
visitar los lugares donde tuvieron lugar las muertes. Incluso puedes participar
en reconstrucciones de los hechos.
Dicen que la comida
es excelente.
Lucho por no vomitar
el desayuno mientras me ducho y me lavo los dientes. Cinna me peina con mi
sencilla trenza de siempre; después llega la ropa, la misma para cada tributo.
Cinna no tiene nada que ver con mi traje, ni siquiera sabe qué hay en el
paquete, pero me ayuda a vestirme con la ropa interior, los pantalones rojizos,
la blusa verde claro, el robusto cinturón marrón y la fina chaqueta negra con
capucha que me llega hasta los muslos.
--El material de la
chaqueta está diseñado para aprovechar el calor corporal, así que te esperan
noches frescas --me dice.
Las botas, que me
coloco sobre unos calcetines muy ajustados, son mejores de lo que cabría
esperar: cuero suave, parecidas a las que tengo en casa. Sin embargo, éstas
tienen una suela de goma flexible con dibujos, perfectas para correr.
Cuando creo que ya he
terminado, Cinna se saca del bolsillo la insignia del sinsajo dorado. Se me
había olvidado por completo.
--¿De dónde lo has
sacado? --le pregunto.
--Del traje verde que
llevabas puesto en el tren --responde. Recuerdo que me lo quité del vestido de
mi madre y me lo prendí a la camisa--. Es el símbolo de tu distrito, ¿no?
--Asiento, y él me lo coloca en la camisa--. Casi no logra pasar por la junta
de revisión. Algunos pensaban que podía usarse como arma y darte una ventaja
injusta, pero, al final, lo aprobaron. Sí eliminaron un anillo de la chica del
Distrito 1; si girabas la gema salía una punta envenenada. La chica decía que
no tenía ni idea de que el anillo se transformase y no había pruebas que
demostrasen lo contrario. De todos modos, ha perdido su símbolo. Bueno, ya
está. Muévete, asegúrate de estar cómoda.
Camino, corro en
círculo y agito los brazos.
--Sí, está bien. Me
queda perfectamente.
--Entonces sólo queda
esperar la llamada --me dice Cinna--. A no ser que puedas comer algo más.
Rechazo la comida,
aunque acepto un vaso de agua que me bebo a traguitos mientras esperamos en el
sofá. No quiero morderme las uñas ni los labios, así que acabo mordisqueándome
el interior de la mejilla. Todavía noto las heridas que me hice hace unos días;
no tardo en sangrar.
Los nervios se
convierten en terror cuando empiezo a pensar en lo que me espera. Podría estar
muerta, muerta del todo, en una hora o menos. Me toco de manera obsesiva el bultito
duro del antebrazo, donde la mujer me inyectó el dispositivo de seguimiento. A
pesar del dolor, lo aprieto tan fuerte que me hago un moratón.
--¿Quieres hablar,
Katniss?
Sacudo la cabeza,
pero, al cabo de un momento, le doy la mano y Cinna me la aprieta entre las
suyas. Nos quedamos así sentados hasta que una agradable voz femenina nos
anuncia que ha llegado el momento de prepararnos para el lanzamiento.
Todavía agarrada a
las manos de Cinna, me acerco a la placa de metal redonda.
--Recuerda lo que dijo
Haymitch: corre, busca agua. Lo demás saldrá solo --dice, y yo asiento--. Y
recuerda una cosa: aunque no se me permite apostar, si pudiera, apostaría por
ti.
--¿De verdad?
--susurro.
--De verdad --afirma
Cinna; después se inclina y me da un beso en la frente--. Buena suerte, chica
en llamas.
Entonces me rodea un
cilindro de cristal que nos obliga a soltarnos, que me obliga a separarme de
él. Cinna se da unos golpecitos en la barbilla; quiere decir que mantenga la
cabeza alta.
Levanto la barbilla y
me quedo todo lo quieta que me es posible. El cilindro empieza a elevarse y,
durante unos quince segundos, me encuentro a oscuras. Después noto que la placa
metálica sale del cilindro y me lleva hasta la brillante luz del sol, que me
deslumbra; sólo soy consciente de un viento fuerte que me trae un esperanzador
aroma a pino.
En ese momento oigo
la voz del legendario presentador Claudius Templesmith por todas partes:
--Damas y caballeros, ¡que empiecen los
Septuagésimo Cuartos Juegos del Hambre!
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