Capítulo 27
El himno me retumba
en los oídos y después oigo a Caesar Flickerman saludar a la audiencia. ¿Sabe
lo crucial que es decir la palabra correcta a partir de ahora? Seguro, querrá
ayudarnos. La multitud rompe en aplausos cuando presenta al equipo de
preparación. Me imagino a Flavius, Venia y Octavia dando saltitos y haciendo
reverencias ridículas; creo que puedo decir sin temor a equivocarme que no tienen
ni idea de lo que está pasando. Después presenta a Effie. Cuánto tiempo lleva
esperando este momento; espero que lo disfrute, porque, por muy despistada que
sea, tiene un buen instinto para algunas cosas y, por lo menos, debe de intuir
que algo va mal. Portia y Cinna reciben grandes vítores, por supuesto, ya que
han estado geniales, después de un debut tan deslumbrante. Ahora entiendo por
qué Cinna me eligió este vestido: tengo que parecer todo lo inocente e infantil
que pueda. La aparición de Haymitch se saluda con grandes pisotones en el suelo
durante cinco minutos, como mínimo. Bueno, ha conseguido lo nunca visto al
mantener vivos no sólo a un tributo, sino a dos. ¿Y si no me hubiese advertido
a tiempo? ¿Habría actuado de otra forma? ¿Le habría restregado al Capitolio por
la cara el momento de las bayas? No, no creo, pero sí que podría haber
resultado mucho menos convincente de lo necesario en estos momentos..., en
estos precisos momentos, porque noto que la plataforma se eleva hacia el
escenario.
Luces cegadoras. Un
rugido ensordecedor que hace vibrar el metal que tengo bajo los pies. Entonces
veo a Peeta a pocos metros de mí. Parece tan limpio, sano y guapo que apenas lo
reconozco. Sin embargo, su sonrisa es la misma, ya esté cubierto de barro o en
el Capitolio, y, al verla, doy unos tres pasos y me lanzo en sus brazos. Él se
tambalea hacia atrás, a punto de perder el equilibrio, y entonces me doy cuenta
de que el artilugio metálico y delgado que lleva en la mano es una especie de
bastón. Se endereza y nos abrazamos mientras la audiencia se vuelve loca. Él me
besa y yo no puedo dejar de pensar: « ¿Lo sabes? ¿Sabes el peligro que
corremos?».
Después de diez
minutos así, Caesar Flickerman le da un golpecito en el hombro para poder
seguir con el espectáculo, pero Peeta lo aparta sin mirarlo siquiera. El
público pierde la cabeza. Lo sepa o no, Peeta, como siempre, sabe cómo manejar
a la audiencia.
Al final, Haymitch
nos interrumpe y nos da un empujón cariñoso hacia el sillón de los vencedores.
Lo normal es que sea un solo sillón muy recargado desde el que el tributo
ganador observa la película de los mejores momentos de los juegos, pero, como
somos dos, los Vigilantes nos han puesto un lujoso sofá de terciopelo rojo. Es
pequeño; creo que mi madre lo llamaría confidente. Me siento tan cerca de Peeta
que estoy prácticamente sobre su regazo, aunque basta echarle un vistazo a
Haymitch para saber que no es suficiente, así que me quito las sandalias, subo
los pies al sofá y apoyo la cabeza en el hombro de Peeta. Él me rodea con un
brazo automáticamente, y yo me siento como si estuviera de nuevo en la cueva,
acurrucada a su lado, intentando entrar en calor. Su camisa está hecha con la
misma tela amarilla que mi vestido, pero Portia le ha puesto unos pantalones
largos negros. Tampoco lleva sandalias, sino un par de robustas botas negras
que no levanta del suelo. Ojalá Cinna me hubiese puesto algo parecido, porque
me siento muy vulnerable con este vestido tan ligero. Supongo que ésa era la
idea.
Caesar Flickerman
hace algunos chistes y pasa al espectáculo. Durará exactamente tres horas y es
de visión obligatoria para todo Panem. Cuando reducen la intensidad de las
luces y aparece el sello en la pantalla, me doy cuenta de que no estoy
preparada para esto, de que no quiero ver morir a mis veintidós compañeros. Ya
vi bastante la primer vez. Empieza a latirme el corazón con fuerza y siento el
impulso de huir. ¿Cómo se han podido enfrentar a esto solos los otros
vencedores? Durante los mejores momentos suelen mostrar la reacción del ganador
en un cuadrito de una esquina de la pantalla. Pienso en los años anteriores...
Algunos parecían encantados, alzaban los puños y se golpeaban el pecho. Casi
todos parecían aturdidos. Sólo sé que lo único que me mantiene en este
confidente es Peeta: su brazo sobre mi hombro, su otra mano entre las mías. Por
supuesto, los anteriores ganadores no tenían al Capitolio planeando cómo
destruirlos.
Resumir varias
semanas en tres horas es toda una hazaña, sobre todo teniendo en cuenta la
cantidad de cámaras que funcionaban a la vez. El que monta esto debe tener
claro qué historia desea contar. Este año, por primera vez, cuenta una historia
de amor. Sé que Peeta y yo hemos ganado, pero nos dedican una cantidad de
tiempo desproporcionada desde el principio. De todos modos, eso me alegra,
porque apoya la excusa de la locura de amor como defensa por el desafío al
Capitolio, además de evitarme el regodeo en las muertes.
La primera hora o así
se centra en los sucesos anteriores al estadio: la cosecha, el paseo en carro
por el Capitolio, las clasificaciones del entrenamiento y las entrevistas. Una
banda sonora animada hace que parezca el doble de horrible porque, claro, casi
todos los que aparecen en pantalla están muertos.
Una vez en el campo
de batalla se ofrece una detallada cobertura del baño de sangre y después,
básicamente, los realizadores alternan imágenes de los tributos muriendo e
imágenes nuestras. Sobre todo, imágenes de Peeta, en realidad, porque está
claro que él lleva el peso del romance sobre los hombros. Ahora veo lo que vio
la audiencia, cómo engañó a los tributos profesionales sobre mí, cómo se quedó
despierto toda la noche bajo el árbol de las rastrevíspulas, cómo luchó contra
Cato para dejarme escapar e, incluso tumbado en la orilla embarrada, cómo
susurraba mi nombre en sueños. En comparación, yo parezco un témpano de hielo
(esquivo bolas de fuego, dejo caer nidos y hago estallar las provisiones) hasta
que voy a por Rue. Enseñan su muerte al completo, la lanza, mi intento de
rescate fallido, mi flecha en el cuello del chico del Distrito 1, el último
aliento de Rue en mis brazos y la canción. Canto todas y cada una de las notas
de la canción. Algo dentro de mí se cierra y me quedo demasiado entumecida para
sentir nada. Es como ver a unos completos desconocidos en otros Juegos del
Hambre, aunque noto que omiten la parte en la que la cubrí de flores.
Claro, porque hasta
eso apesta a rebelión.
Las cosas mejoran
para mí cuando anuncian que los dos tributos del mismo distrito pueden
sobrevivir, y grito el nombre de Peeta y me tapo la boca. Si hasta el momento
me había mostrado indiferente con él, a partir de ahí lo compenso al buscarlo,
devolverle la salud con mis atenciones, ir al banquete a por la medicina y
dispensar mis besos con mucha generosidad. Veo los mutos y la muerte de Cato
desde un punto de vista objetivo; sé que son tan horribles como siempre, pero,
de nuevo, es como si le pasase a gente que no conozco.
Entonces llega el
momento de las bayas. Oigo que el público pide silencio: no quieren perderse
nada. Me siento llena de gratitud hacia los realizadores cuando veo que no
acaban con el anuncio de nuestra victoria, sino conmigo aporreando la puerta de
cristal del aerodeslizador, gritando el nombre de Peeta mientras intentan
reanimarlo.
En términos de
supervivencia, es mi mejor momento de toda la noche.
Vuelve a sonar el
himno y nos levantamos cuando el presidente Snow en persona sale a escena,
seguido de una niñita con el cojín que sostiene la corona. Sin embargo, sólo
hay una corona, y se nota la perplejidad de la multitud (¿para quién será?),
hasta que el presidente Snow la gira y la divide en dos. La primera mitad la
coloca sobre la frente de Peeta con una sonrisa. Sigue sonriendo cuando me
coloca la segunda, pero en sus ojos, que están a pocos centímetros de los míos,
veo que será implacable como una serpiente.
Entonces sé que,
aunque los dos nos hubiésemos comido las bayas, soy yo la culpable, porque yo
tuve la idea. Soy la instigadora, la que debe recibir el castigo.
Después hay muchas
reverencias y vítores. Tengo el brazo a punto de caérseme de tanto saludar
cuando Caesar Flickerman por fin se despide de los espectadores y les recuerda
que vuelvan mañana para las últimas entrevistas. Como si les quedase
alternativa.
A Peeta y a mí nos
llevan a la mansión del presidente para el banquete de la victoria, donde
tenemos muy poco tiempo para comer mientras los funcionarios del Capitolio y
los patrocinadores más generosos se pelean por hacerse una foto con nosotros.
Por nuestro lado pasa una cara sonriente tras otra, cada vez más borrachas
conforme avanza la noche. De vez en cuando le echo un vistazo a Haymitch, que
resulta reconfortante, o al presidente Snow, que resulta aterrador, pero sigo
riendo, dando las gracias a todos y sonriendo para que me hagan fotos. Lo único
que no hago ni un momento es soltar la mano de Peeta.
El sol empieza a
asomar por el horizonte cuando volvemos muy despacio a la duodécima planta del
Centro de Entrenamiento. Creía que por fin podría hablar a solas con Peeta,
pero Haymitch le dice que vaya a ver a Portia para escoger algo apropiado para
la entrevista y me acompaña en persona hasta mi puerta.
--¿Por qué no puedo
hablar con él? --le pregunto.
--Tendrás mucho
tiempo para hablar cuando volvamos a casa. Vete a la cama. Saldrás en la tele a
las dos.
A pesar de las
continuas interferencias de Haymitch, estoy decidida a ver a Peeta en privado.
Después de dar vueltas en la cama durante unas cuantas horas, salgo al pasillo.
Lo primero que pienso es mirar en el tejado, pero está vacío. Incluso las
calles de la ciudad están desiertas después de la celebración de anoche.
Regreso a la cama un rato y después decido ir directamente a su dormitorio. Sin
embargo, cuando intento girar el pomo, descubro que ha cerrado la puerta con
pestillo desde dentro. Al principio sospecho de Haymitch, aunque después tengo
el insidioso temor de que el Capitolio pueda estar vigilándome y encerrándome.
No he podido escapar desde el inicio de los Juegos del Hambre, pero esto parece
distinto, mucho más personal, como si me hubiesen encarcelado por un delito y
estuviese esperando mi sentencia. Vuelvo corriendo a mi cama y finjo dormir
hasta que Effie Trinket viene a avisarme de que ya empieza otro día « ¡muy,
muy, muy importante!».
Me dan unos cinco
minutos para comerme un cuenco de cereales calientes y estofado antes de que
baje el equipo de preparación. Lo único que necesito decir para no tener que
volver a hablar durante las siguientes dos horas es: « ¡El público os adora!».
Cuando entra Cinna, los echa y me pone un vestido de gasa blanca y zapatos
rosa. Después me maquilla personalmente hasta que parezco irradiar un brillo
suave y sonrosado. Charlamos de todo un poco, pero temo preguntarle cosas
importantes después del incidente de la puerta, porque no puedo quitarme de
encima la sensación de que me vigilan constantemente.
La entrevista se
realiza bajando un poco por el pasillo, en el salón. Han vaciado un espacio y
han colocado el confidente, rodeado de jarrones de rosas rojas y rosas. Sólo
hay un puñado de cámaras para grabar el acontecimiento; al menos, no tendré
público delante.
Caesar Flickerman me
da un cálido abrazo cuando entro.
--Enhorabuena,
Katniss, ¿cómo te encuentras?
--Bien. Nerviosa por
la entrevista.
--No lo estés, vamos
a pasarlo maravillosamente --responde, dándome una palmadita tranquilizadora en
la mejilla.
--No se me da bien
hablar sobre mí.
--Nada de lo que
digas puede estar mal.
Y yo pienso: «Ay,
Caesar, ojalá fuese cierto. Sin embargo, el presidente Snow puede estar
planeando algún tipo de "accidente" para mí mientras hablamos».
Entonces entra Peeta,
muy guapo vestido de rojo y blanco, y me aparta a un lado.
--Apenas he podido
verte. Haymitch parece decidido a mantenernos separados.
De hecho, Haymitch
está decidido a mantenernos con vida, pero hay demasiadas personas
escuchándonos, así que me limito a decir:
--Sí, últimamente
está muy responsable.
--Bueno, sólo queda
esto antes de irnos a casa. Después no podrá vigilarnos todo el rato.
Noto un escalofrío
por el cuerpo y no tengo tiempo para analizarlo, porque ya están preparados
para atendernos. Nos sentamos de manera algo formal en el confidente, pero
Caesar dice:
--Oh, adelante,
acurrúcate a su lado si quieres. Queda muy dulce.
Así que pongo los
pies en el asiento, a un lado, y Peeta me acerca a él.
Alguien inicia la
cuenta atrás y, sin más, salimos en directo para todo el país. Caesar
Flickerman está estupendo; hace bromas, lanza pullas y se ahoga de risa cuando
se presenta la ocasión. Peeta y él ya tenían su dinámica desde la noche de la
primera entrevista, aquellas bromas fáciles, así que yo sólo sonrío e intento
hablar lo menos posible. Es decir, tengo que hablar un poco, pero, en cuanto
puedo, dirijo la conversación a Peeta.
Sin embargo, al final
Caesar empieza a plantear preguntas que exigen respuestas más completas.
--Bueno, Peeta, por
vuestros días en la cueva ya sabemos que para ti fue amor a primera vista desde
los... ¿cinco años? --pregunta.
--Desde el momento en
que la vi.
--Pero, Katniss,
menuda experiencia para ti. Creo que la verdadera emoción para el público era
ver cómo te enamorabas de él. ¿Cuándo te diste cuenta de que lo amabas?
--Oh, es una pregunta
difícil...
Dejo escapar una
risita débil y entrecortada, y me miro las manos. Ayuda.
--Bueno, yo sé cuándo
me di cuenta: la noche que gritaste su nombre desde aquel árbol --dice él.
« ¡Gracias, Caesar!»,
pienso, y sigo con su idea.
--Sí, supongo que sí.
Es decir, hasta ese momento intentaba no pensar en mis emociones, la verdad,
porque era muy confuso, y sentir algo por él sólo servía para empeorar las
cosas. Pero, entonces, en el árbol, todo cambió.
--¿Por qué crees que
fue?
--Quizá... porque,
por primera vez... tenía la oportunidad de conservarlo.
Veo que Haymitch
resopla con alivio detrás de un cámara y sé que he dicho lo correcto. Caesar
saca un pañuelo y se toma un momento, porque está conmovido. Noto que Peeta
apoya la frente en mi sien y me pregunta:
--Entonces, ahora que
me tienes, ¿qué vas a hacer conmigo?
--Ponerte en algún
sitio en el que no puedan hacerte daño --respondo, volviéndome hacia él. Cuando
me besa, la gente del cuarto deja escapar un suspiro, de verdad.
Caesar aprovecha el
momento para pasar al daño sufrido en el estadio, desde quemaduras hasta
picaduras, pasando por heridas. Sin embargo, hasta que no llegamos a los mutos
no me olvido de que estamos delante de las cámaras. Es cuando Caesar le
pregunta a Peeta cómo le va con su pierna nueva.
--¿Pierna nueva?
--pregunto, y no puedo evitar subirle la pernera del pantalón--. Oh, no
--susurro al ver el dispositivo de metal y plástico que ha reemplazado a su
carne.
--¿No te lo había
dicho nadie? --pregunta Caesar con amabilidad, y yo sacudo la cabeza.
--No he tenido
ocasión de hacerlo --dice Peeta, encogiéndose de hombros.
--La culpa es mía,
por usar aquel torniquete.
--Sí, por tu culpa
sigo vivo --responde Peeta.
--Tiene razón
--asegura Caesar--. Seguro que se habría desangrado sin el torniquete.
Supongo que es
cierto, pero no puedo evitar entristecerme por ello hasta el punto de tener
ganas de llorar; entonces recuerdo que todo el país me mira, así que oculto el
rostro en la camisa de Peeta, que tarda un par de minutos en convencerme de que
salga, porque se está mejor en su camisa, donde nadie me ve. Cuando levanto la
cabeza al fin, Caesar deja de preguntarme hasta que me recupero. De hecho, me
deja bastante en paz hasta que surge el tema de las bayas.
--Katniss, sé que has
sufrido una conmoción, pero tengo que preguntártelo. Cuando sacaste aquellas
bayas, ¿qué pasaba por tu cabeza?
Hago una larga pausa antes
de responder, intentando organizar mis pensamientos. Es el momento crucial en
el que se decide si reté al Capitolio o me volví tan loca de amor ante la idea
de perder a Peeta que no se me puede culpar por mis acciones. Debería dar un
discurso largo y dramático, pero sólo consigo articular una frase casi
inaudible:
--No lo sé, es que...
no podía soportar la idea de... vivir sin él.
--Peeta, ¿algo que
añadir?
--No, creo que eso
vale para los dos.
Caesar se despide y
todo se termina. La gente se ríe, llora y se abraza, aunque sigo sin estar
segura hasta que llego a Haymitch.
--¿Vale? --pregunto,
susurrando.
--Perfecto.
Vuelvo a mi cuarto
para recoger algunas cosas y descubro que lo único que quiero llevarme es la
insignia de sinsajo que me dio Madge. Alguien lo volvió a poner en mi
dormitorio después de los juegos. Nos llevan por las calles en un coche con
ventanillas tintadas y el tren nos espera. Apenas podemos despedirnos de Cinna
y Portia, aunque los veremos dentro de unos meses, cuando hagamos la gira por
los distritos para una ronda de ceremonias triunfales. Así el Capitolio
recuerda al pueblo que los Juegos del Hambre nunca desaparecen del todo. Nos
darán un montón de placas inútiles y el pueblo tendrá que fingir que nos adora.
El tren empieza a
moverse y nos introducimos en la noche hasta salir del túnel, momento en que
respiro libre por primera vez desde la cosecha. Effie nos acompaña, al igual
que Haymitch, por supuesto. Nos comemos una enorme cena y guardamos silencio
delante del televisor para ver la entrevista en diferido. Conforme nos alejamos
del Capitolio empiezo a pensar en casa, en Prim y en mi madre, y en Gale. Me
disculpo para ir a quitarme el vestido, y ponerme una camisa y unos pantalones
más sencillos. Mientras me limpio con esmero el maquillaje de la cara y me
trenzo el pelo, empiezo a transformarme de nuevo en mí, en Katniss Everdeen,
una chica que vive en la Veta, que caza en los bosques, que comercia en el
Quemador. Me miro en el espejo intentando recordar quién soy y quién no. Cuando
me uno a los demás, la presión del brazo de Peeta sobre los hombros me resulta
extraña.
El tren hace una
breve pausa para repostar, y nos dejan salir a respirar aire fresco. Peeta y yo
caminamos por el andén de la mano, y yo no sé qué decir ahora que estamos
solos. Se detiene a recoger un ramo de flores silvestres para mí; me lo da y
hago todo lo posible por parecer contenta, porque él no sabe que estas flores rosas
y blancas son la parte superior de las cebollas silvestres, y que me recuerdan
las horas que he pasado recogiéndolas con Gale.
Gale. La idea de que
veré a Gale apenas dentro de unas horas hace que note mariposas en el estómago.
¿Por qué? No puedo explicármelo del todo; sólo sé que me siento como si hubiese
estado engañando a una persona que confiaba en mí. O, para ser más exacta, a
dos personas. Me he librado hasta el momento por los juegos, pero no habrá
juegos en los que esconderse cuando lleguemos a casa.
--¿Qué pasa? --me
pregunta Peeta.
--Nada.
Seguimos caminando
hasta dejar atrás la cola del tren, en un punto en el que hasta yo creo que no
hay cámaras escondidas detrás de los arbustos del andén. Sin embargo, sigo sin
encontrar las palabras.
Haymitch me sorprende
poniéndome una mano en la espalda. Incluso ahora, en medio de ninguna parte, baja
la voz.
--Gran trabajo,
chicos. Seguid así en el distrito hasta que se vayan las cámaras. Todo debería
ir bien.
Lo veo volver al
tren, evitando mirar a Peeta a los ojos.
--¿De qué habla? --me
pregunta Peeta.
--Del Capitolio. No
les gustó nuestro truco de las bayas --le suelto.
--¿Qué? ¿Qué quieres
decir?
--Parecía demasiado
rebelde, así que Haymitch ha estado ayudándome estos días para que no lo
empeorase.
--¿Ayudándote? Pero a
mí no.
--Él sabía que eras
lo bastante listo para hacerlo bien.
--No sabía que
hubiese que hacer bien algo. Entonces, ¿me estás diciendo que lo de estos
últimos días y, supongo..., lo del estadio..., no era más que una estrategia
que habíais diseñado?
--No. Es decir, ni
siquiera podía hablar con él en el estadio, ¿no? --balbuceo.
--Pero sabías lo que
quería que hicieses, ¿verdad? --me pregunta, y me muerdo el labio--. ¿Katniss?
--Me suelta la mano y doy un paso, como para recuperar el equilibrio--. Fue
todo por los juegos. Una actuación.
--No todo --respondo,
agarrando las flores con fuerza.
--Entonces, ¿cuánto?
No, olvídalo, supongo que la verdadera pregunta es qué quedará cuando lleguemos
a casa.
--No lo sé. Cuanto
más nos acercamos al Distrito 12, más desconcertada me siento --respondo.
Él espera a que se lo
explique, pero no lo hago.
--Bueno, pues házmelo
saber cuándo lo sepas.
El dolor que
desprende su voz es palpable.
Sé que se me han
curado los oídos porque, incluso con el rumor del motor, oigo todos y cada uno
de los pasos que da hacia el tren. Cuando subo a bordo, él ya se ha acostado, y
tampoco lo veo a la mañana siguiente. De hecho, no aparece hasta que estamos
entrando en el Distrito 12. Me saluda con un gesto de cabeza, inexpresivo.
Quiero decirle que no
está siendo justo; que éramos desconocidos; que hice lo necesario para seguir
viva, para que los dos siguiésemos vivos en el estadio; que no puedo explicarle
cómo son las cosas con Gale porque no lo sé ni yo misma; que no es bueno amarme
porque, de todos modos, no pienso casarme y él acabaría odiándome tarde o
temprano; que, aunque sienta algo por él, da igual, porque nunca podré
permitirme la clase de amor que da lugar a una familia, a hijos. ¿Y cómo puede
permitírselo él? ¿Cómo puede después de lo que acabamos de pasar?
También quiero
decirle lo mucho que ya lo echo de menos, pero no sería justo por mi parte.
Así que nos quedamos
de pie, en silencio, observando cómo entramos en nuestra mugrienta
estacioncita. A través de la ventanilla veo que el andén está hasta arriba de
cámaras. Todos están deseando presenciar nuestra vuelta a casa.
Por el rabillo del
ojo veo que Peeta me ofrece la mano y lo miro, vacilante.
--¿Una última vez?
¿Para la audiencia? --me dice, no en tono enfadado, sino hueco, lo que es mucho
peor.
El chico del pan
empieza a alejarse de mí.
Lo cojo de la mano
con fuerza, preparándome para las cámaras y temiendo el momento en que no me
quede más remedio que dejarlo marchar.
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