Capítulo 25
Mutaciones, no cabe
duda. Nunca había visto a estos mutos, pero no son animales de la naturaleza.
Aunque parecen lobos enormes, ¿qué lobo aterriza de un salto sobre las patas
traseras y se queda sobre ellas? ¿Qué lobo llama al resto de la manada agitando
la pata delantera, como si tuviese muñeca? Veo todo eso de lejos; estoy segura
de que encontraré otras características más amenazadoras cuando estén cerca.
Cato ha salido
pitando hacia la Cornucopia, así que lo sigo sin planteármelo. Si él cree que
es el lugar más seguro, ¿quién soy yo para decir lo contrario? Además, aunque
pudiera llegar a los árboles, Peeta no podría correr más que ellos con la
pierna mala... ¡Peeta! Acabo de tocar el metal del extremo puntiagudo de la
Cornucopia cuando recuerdo que formo parte de un equipo. Peeta está unos
catorce metros por detrás de mí, cojeando lo más deprisa que puede; los mutos
lo están alcanzando. Lanzo una flecha hacía la manada y uno cae, pero hay
muchos para ocupar su lugar.
--¡Vete, Katniss,
vete! --me grita, señalando el cuerno.
Tiene razón, no puedo
protegernos desde el suelo. Empiezo a trepar, a escalar la Cornucopia con pies
y manos. La superficie de oro puro ha sido diseñada para parecer el cuerno
tejido que llenamos durante la cosecha, así que hay pequeñas crestas y costuras
a las que agarrarse, pero, después de un día bajo el sol del campo de batalla,
el metal está tan caliente que me salen ampollas en las manos.
Cato está tumbado de
lado en lo alto del cuerno, unos seis metros por encima del suelo, jadeando
para recuperar el aliento mientras se asoma al borde, sintiendo arcadas. Es mi
oportunidad para acabar con él; si me detengo a media subida y cargo otra
flecha... Sin embargo, justo cuando estoy a punto de disparar, Peeta grita. Me
vuelvo y veo que acaba de llegar a la punta del cuerno, aunque los mutos le
pisan los talones.
--¡Trepa! --chillo.
Peeta empieza a subir
con dificultad, no sólo por culpa de la pierna, sino del cuchillo que lleva en
la mano. Disparo una flecha que le da en el cuello al primer muto que pone las
patas sobre el metal. Al morir, la criatura se estremece y, sin querer, hiere a
varios de sus compañeros. Entonces le puedo echar un buen vistazo a las uñas:
diez centímetros y afiladas como cuchillas.
Peeta llega a mis
pies, así que lo cojo del brazo y lo subo. Entonces recuerdo que Cato está
esperando arriba y me vuelvo rápidamente, pero sigue tirado en el suelo, con
retortijones y, al parecer, más preocupado por los mutos que por nosotros. Tose
algo ininteligible; los ruidos de bufidos y gruñidos de las mutaciones no me
ayudan.
--¿Qué? --le grito.
--Ha preguntado si
pueden trepar --responde Peeta, haciendo que le preste atención de nuevo a la
base del cuerno.
Los mutos empiezan a
reagruparse. Al unirse, se levantan y se yerguen fácilmente sobre las patas traseras,
lo que les da un aspecto humano. Todos tienen un grueso pelaje, algunos de pelo
liso y suave, y otros rizado; los colores varían del negro azabache a algo que
sólo podría describirse como rubio. Hay algo más en ellos, algo que hace que se
me erice el vello de la nuca, aunque no logro identificarlo.
Meten el hocico en el
cuerno, olisqueando y lamiendo el metal, arañando la superficie con las patas y
lanzándose gañidos agudos. Debe de ser su medio de comunicación, porque la
manada retrocede, como si quisiera dejar espacio; entonces, uno de ellos, un
muto de buen tamaño con sedosos rizos de vello rubio, toma carrerilla y salta
sobre el cuerno. Sus patas traseras tienen una fuerza increíble, porque
aterriza a tres metros escasos de nosotros y estira los rosados labios para
enseñarnos los dientes. Se queda ahí un momento y, en ese preciso instante, me
doy cuenta de qué es lo que me inquieta de los mutos: los ojos verdes que me
observan con rabia no son como los de los lobos o los perros, no se parecen a los
de ningún canino que conozca; son humanos, sin lugar a dudas. Justo cuando
empiezo a asimilarlo, veo el collar con el número 1 grabado con joyas y
entiendo toda esta horrible situación: el pelo rubio, los ojos verdes, el
número... Es Glimmer.
Dejo escapar un
chillido y me cuesta sostener la flecha en su sitio. Estaba esperando para
disparar, muy consciente de mi menguante reserva de flechas; esperaba a ver si
las criaturas podían trepar. Sin embargo, ahora, aunque el perro ha empezado a
resbalarse hacia atrás, incapaz de agarrarse al metal, aunque oigo el lento
chirrido de las garras como si fuesen uñas en una pizarra, disparo al cuello.
El animal se retuerce y cae al suelo con un golpe sordo.
--¿Katniss? --noto
que Peeta me coge del brazo.
--¡Es ella!
--¿Quién?
Muevo la cabeza de un
lado a otro para examinar la manada, tomando nota de tamaños y colores. La
pequeña del pelo rojo y los ojos color ámbar..., ¡la Comadreja! ¡Y allí está el
pelo ceniza y los ojos color avellana del chico del Distrito 9 que murió
luchando por la mochila! Y, lo peor de todo, veo al muto más pequeño, el de
reluciente pelaje oscuro, enormes ojos castaños y un collar de paja trenzada
que dice 11; enseña los dientes, rabioso. Rue...
--¿Qué pasa, Katniss?
--insiste Peeta, sacudiéndome por los hombros.
--Son ellos, todos
ellos. Los otros. Rue, la Comadreja y... todos los demás tributos --respondo,
con voz ahogada.
--¿Qué les han hecho?
--pregunta Peeta al reconocerlos, horrorizado--. ¿Crees..., crees que son sus
ojos de verdad?
Sus ojos son la menor
de mis preocupaciones. ¿Y sus cerebros? ¿Tienen algún recuerdo de los tributos
originales? ¿Los han programado para odiar especialmente nuestras caras porque
nosotros hemos sobrevivido y ellos han muerto asesinados sin piedad? Y los que
matamos de verdad..., ¿creen que están vengando sus propias muertes?
Antes de poder decir
nada, los mutos inician un nuevo asalto al cuerno. Se han dividido en dos
grupos en los laterales y están usando sus fuertes patas traseras para lanzarse
sobre nosotros. Un par de dientes se cierran a pocos centímetros de mi mano y
oigo gritar a Peeta; siento el tirón de su cuerpo, el peso de chico y muto
arrastrándome hacia el borde. De no ser por mi brazo, él habría acabado en el
suelo, pero, tal como está la cosa, necesito toda mi fuerza para mantenernos a
los dos en el extremo curvo del cuerno; y vienen más tributos.
--¡Mátalo, Peeta,
mátalo! --le grito y, aunque no veo qué pasa exactamente, sé que tiene que
haber atravesado a la criatura, porque no tiran tanto de mí.
Logro subirlo de
nuevo al cuerno y nos arrastramos a la parte alta, donde nos espera el menos
malo de nuestros problemas.
Cato todavía no se ha
puesto en pie, aunque respira con más calma y pronto estará lo bastante
recuperado para atacarnos y lanzarnos al suelo para que nos maten. Cargo una
flecha en el arco, pero acaba derribando a un animal que sólo puede ser Thresh.
¿Quién si no iba a saltar tan alto? Siento alivio por un instante, porque
parece que por fin estamos fuera del alcance de los mutos. Voy a volverme para
enfrentarme a Cato cuando alguien aparta a Peeta de mi lado; estoy convencida
de que la manada lo ha cogido, hasta que su sangre me salpica la cara.
Cato está delante de
mí, casi al borde del cuerno, y tiene a Peeta agarrado con una llave por el
cuello, ahogándolo. Peeta araña el brazo de Cato, pero sin fuerzas, porque no
sabe si es más importante respirar o intentar cortar la sangre que le sale del
agujero que una de las criaturas le ha abierto en la pantorrilla.
Apunto con una de mis
últimas dos flechas a la cabeza de Cato, sabiendo que no tendría ningún efecto
ni en el tronco ni en las extremidades; ahora veo que lleva encima una malla
ajustada de color carne, algún tipo de armadura de gran calidad del Capitolio.
¿Era eso lo que contenía su mochila en el banquete? ¿Una armadura para
defenderse de mis flechas? Bueno, pues se les olvidó incluir una máscara
blindada.
--Dispárame y él se
cae conmigo --dice Cato, riéndose.
Tiene razón, si lo
derribo y cae sobre los mutos, Peeta morirá con él. Estamos en tablas: no puedo
disparar a Cato sin matar también a Peeta; él no puede matar a Peeta sin
ganarse una flecha en el cerebro. Nos quedamos quietos como estatuas, buscando
una salida.
Tengo los músculos
tan tensos que podrían saltar en cualquier momento y los dientes tan apretados
que podrían romperse. Las criaturas guardan silencio y lo único que oigo es la
sangre que me late en la oreja buena.
A Peeta se le ponen
los labios azules; si no hago algo pronto, morirá ahogado y lo perderé, y
entonces Cato usará su cadáver como arma contra mí. De hecho, estoy segura de
que ése es el plan de Cato, porque, aunque ha dejado de reírse, esboza una
sonrisa triunfal.
Como si se tratase de
un último esfuerzo, Peeta levanta los dedos, que chorrean sangre, hacia el brazo
de Cato. En vez de intentar liberarse, desvía el índice y dibuja una equis en
el dorso de la mano de Cato. El otro se da cuenta de lo que significa un
segundo después que yo, lo sé por la forma en que pierde la sonrisa. Sin
embargo, llega tarde por un segundo, porque, para entonces, ya le he atravesado
la mano con la flecha. Grita y suelta a Peeta, que se lanza sobre él. Durante
un horrible instante me da la impresión de que ambos caerán al suelo; salto y
cojo a Peeta justo antes de que Cato se resbale sobre el cuerno lleno de sangre
y acabe en el llano.
Oímos el golpe, el
aire al salirle del cuerpo con el impacto y el ruido del ataque de las
criaturas. Peeta y yo nos abrazamos, esperando a que suene el cañonazo,
esperando a que acabe la competición, esperando a que nos liberen, pero no pasa
nada, todavía no. Porque éste es el punto culminante de los Juegos del Hambre y
la audiencia quiere espectáculo.
Aunque no miro, sí
oigo los gruñidos, los ladridos, y los aullidos de humanos y animales mientras
Cato se enfrenta a la manada. No entiendo cómo puede seguir vivo hasta que
recuerdo la armadura que lo protege de los tobillos al cuello y me doy cuenta
de que esta noche podría ser muy larga. Cato debe de tener también un cuchillo,
una espada o lo que sea, algo más escondido en la ropa, porque, de vez en
cuando, se oye el último lamento de un muto o el sonido de metal contra metal
que produce la hoja al dar en el cuerno dorado. El combate se mueve alrededor
de la Cornucopia y sé que Cato está intentando la única maniobra que podría
salvarle la vida: volver al extremo puntiagudo del cuerno y unirse a nosotros
de nuevo. Sin embargo, al final, a pesar de lo notables que resultan su fuerza
y sus habilidades, son demasiados para él.
No sé cuánto tiempo
ha pasado, puede que una hora, cuando Cato cae al suelo y oímos cómo lo
arrastran los mutos al interior de la Cornucopia. «Ahora lo rematarán», pienso,
pero no se oye ningún cañonazo.
Cae la noche y suena
el himno, y la imagen de Cato no sale en el cielo; nos llegan los débiles
gemidos a través del metal que tenemos debajo. El aire helado que sopla por la
llanura me recuerda que los juegos no han terminado y que puede que tarden
mucho tiempo en acabar; seguimos sin tener garantizada la victoria.
Me vuelvo hacia Peeta
y veo que la pierna le sangra más que nunca. Todos nuestros suministros y
mochilas siguen junto al lago, donde las dejamos cuando huimos de la manada. No
tengo vendas, ni nada con lo que taponar el flujo de sangre de su pantorrilla.
Aunque estoy temblando de frío, me arranco la chaqueta, me quito la camisa y me
vuelvo a colocar la chaqueta lo antes posible. Han sido unos segundos, pero el
frío hace que me castañeteen los dientes sin que pueda controlarlos.
Peeta tiene la cara
gris a la pálida luz de la luna. Lo obligo a tumbarse antes de tocarle la
herida; no bastará con una venda. He visto a mi madre poner torniquetes unas
cuantas veces, así que intento imitarla. Corto una manga de la camisa, se la
enrollo dos veces justo por debajo de la rodilla y ato un medio nudo. Como no
tengo ningún palo, cojo mi última flecha y la introduzco en el nudo,
apretándolo todo lo que me atrevo. Es arriesgado, porque Peeta podría perder la
pierna, pero comparado con el peligro de perder la vida, ¿qué otra opción me
queda? Vendo la herida con el resto de mi camisa y me tumbo a su lado.
--No te duermas --le
digo.
Aunque no sé bien si
es el protocolo médico correcto, me aterroriza que se duerma y no vuelva a
despertarse.
--¿Tienes frío? --me
pregunta.
Se baja la cremallera
de la chaqueta y me meto dentro con él. Así se está un poco mejor, compartimos
el calor de nuestros cuerpos dentro de mi doble capa de chaquetas, pero la
noche es joven y la temperatura seguirá descendiendo. Todavía puedo sentir cómo
la Cornucopia se congela, a pesar de que ardía cuando subimos.
--Puede que Cato
acabe ganando --le susurro a Peeta.
--No digas eso
--responde, subiéndome la capucha, aunque él tiembla aún más que yo.
Las horas siguientes
son las peores de mi vida, lo que, si una se para a pensarlo, ya es decir. El
frío de por sí ya es bastante tortura, pero la verdadera tortura es oír a Cato
gemir, suplicar y, por último, gimotear mientras los mutos se divierten con él.
Al cabo de un rato ya no me importa quién es o qué haya hecho, sólo quiero que
deje de sufrir.
--¿Por qué no lo
matan y ya está? --le pregunto a Peeta.
--Ya sabes por qué
--responde, acercándome más a él.
Y es cierto: ahora
ningún telespectador podrá despegarse de la pantalla. Desde el punto de vista
de los Vigilantes, esto es lo último en espectáculos.
La cosa sigue y
sigue, y, al final, me llena la cabeza borrando recuerdos y esperanzas de
sobrevivir, borrándolo todo salvo el presente, que empieza a parecerme eterno.
Nunca existirá otra cosa que no sea este frío, este miedo y los atroces sonidos
del chico que se muere dentro del cuerno.
Peeta empieza a
adormecerse y, cuando cabecea, me pongo a chillar su nombre cada vez más alto,
porque, si se muere y me deja sola, sé que me volveré completamente loca. Está
esforzándose, seguramente más por mí que por él, y le resulta difícil, porque
desmayarse sería su forma de huir. Sin embargo, el subidón de adrenalina que me
corre por el cuerpo me impediría dormirme, así que no puedo dejar que lo haga
él. No puedo.
La única señal del
paso del tiempo está en el cielo, en el sutil movimiento de la luna. Peeta me
la señala e insiste en que observe su avance y, a veces, por un momento, siento
una chispa de esperanza antes de que la desesperación de la noche me envuelva
de nuevo.
Al final lo oigo
susurrar que el sol está saliendo. Abro los ojos y veo que las estrellas se
difuminan a la pálida luz del alba. Además, veo lo pálida que está la cara de
Peeta, el poco tiempo que le queda, y sé que tengo que llevarlo de vuelta al
Capitolio.
En cualquier caso, no
se ha oído el cañonazo. Pego la oreja al cuerno y distingo la débil voz de
Cato.
--Creo que está más
cerca. Katniss, ¿puedes dispararle?
Si está cerca de la
entrada, quizá lo consiga; llegados a este punto, sería un acto de piedad.
--Mi última flecha
está en tu torniquete.
--Pues aprovéchala
bien --responde él, bajándose la cremallera de la chaqueta para que salga.
Así que suelto la
flecha, vuelvo a atar el torniquete lo más fuerte que mis helados dedos me
permiten y me froto las manos para intentar recuperar la circulación. Cuando me
arrastro hasta el borde del cuerno y me asomo, noto que Peeta me sujeta para
que no me caiga.
Tardo unos segundos
en encontrar a Cato en la penumbra, en la sangre. Después, el desollado pedazo
de carne que antes era mi enemigo emite un sonido y veo dónde tiene la boca.
Creo que las palabras que intenta decir son por favor.
La compasión y no la
venganza es lo que guía mi flecha a su cabeza. Peeta me sube de nuevo y allí me
quedo, arco en mano, con el carcaj vacío.
--¿Le has dado? --me susurra.
El cañonazo le responde--. Entonces, hemos ganado, Katniss --añade, sin
emoción.
--Bien por nosotros
--consigo decir, aunque en mi voz no se nota la alegría por la victoria.
En ese momento se
abre un agujero en la llanura y, como si siguieran órdenes, los mutos que
quedan vivos saltan en él, desaparecen en el interior y la tierra vuelve a
cerrarse.
Esperamos a que
llegue el aerodeslizador para llevarse los restos de Cato, a que suenen las
trompetas de la victoria, pero nada.
--¡Eh! --grita Peeta
al aire--. ¿Qué está pasando? --La única respuesta es el parloteo de los
pájaros al despertarse--. Quizá sea por el cadáver, quizá tengamos que
apartarnos.
Intento recordar si
hay que apartarse del último tributo muerto. Tengo el cerebro demasiado
embrollado para estar segura, pero ¿qué otra cosa podría ser?
--Vale, ¿crees que
puedes llegar hasta el lago? --le pregunto.
--Creo que será mejor
que lo intente.
Bajamos poco a poco
por el extremo del cuerno y caemos al suelo. Si yo tengo las extremidades tan
rígidas, ¿cómo puede moverse Peeta? Me levanto la primera, y doblo y agito
brazos y piernas hasta encontrarme en condiciones de ayudarlo a levantarse.
Conseguimos llegar al lago, aunque no sé cómo, y recojo un poco de agua fría
para Peeta; yo también bebo.
Un sinsajo emite un
largo silbido bajo y se me llenan los ojos de lágrimas cuando aparece el
aerodeslizador y se lleva a Cato. Ahora vendrán a por nosotros, y podremos
irnos a casa.
Sin embargo, sigue
sin haber respuesta.
--¿A qué están
esperando? --pregunta Peeta débilmente.
Entre la pérdida del
torniquete y el esfuerzo que nos había supuesto llegar al lago, se le había
abierto la herida.
--No lo sé.
No sé a qué se deberá
el retraso, pero no soporto seguir viéndolo perder sangre. Me levanto para
buscar un palo, pero encuentro rápidamente la flecha que rebotó en la armadura
de Cato; servirá tan bien como la otra flecha. Cuando voy a cogerla, la voz de
Claudius Templesmith retumba en el estadio.
--Saludos, finalistas
de los Septuagésimo Cuartos Juegos del Hambre. La última modificación de las
normas se ha revocado. Después de examinar con más detenimiento el reglamento,
se ha llegado a la conclusión de que sólo puede permitirse un ganador. Buena
suerte y que la suerte esté siempre de vuestra parte.
Un pequeño estallido
de estática y se acabó. Me quedo mirando a Peeta con cara de incredulidad hasta
que asimilo la verdad: nunca han tenido intención de dejarnos vivir a los dos.
Los Vigilantes lo han planeado todo para garantizar el final más dramático de
la historia, y nosotros, como idiotas, nos lo hemos tragado.
--Si te paras a
pensarlo, no es tan sorprendente --dice Peeta en voz baja.
Lo observo ponerse en
pie a duras penas. Se mueve hacia mí, como a cámara lenta, sacándose el
cuchillo del cinturón...
Antes de ser consciente
de lo que hago, tengo el arco cargado y apuntándole al corazón. Arquea las
cejas y veo que su mano ya estaba camino de tirar el cuchillo al lago. Suelto
las armas y doy un paso atrás, con la cara ardiendo de vergüenza.
--No --me detiene--,
hazlo.
Peeta se acerca
cojeando y me pone las armas de nuevo en las manos.
--No puedo. No lo voy
a hacer.
--Hazlo, antes de que
envíen otra vez a esos animales o a otra cosa. No quiero morir como Cato.
--Pues dispárame
--respondo, furiosa, devolviéndole las armas con un empujón--. ¡Dispárame, vete
a casa y vive con ello!
Mientras lo digo, sé
que la muerte aquí, ahora mismo, sería más fácil que seguir viviendo.
--Sabes que no puedo
--dice él, tirando las armas--. Vale, de todos modos yo seré el primero en
morir.
Se inclina y se
arranca la venda de la pierna, eliminando la última barrera entre su sangre y
la tierra.
--¡No, no puedes
suicidarte!
Me pongo de rodillas
e intento pegarle la venda en la herida, desesperada.
--Katniss, es lo que
quiero.
--No vas a dejarme
sola --insisto, porque, si muere, en realidad nunca volveré a casa, me pasaré
el resto de mi vida en este campo de batalla, intentando encontrar la salida.
--Escucha --me dice,
poniéndome en pie--. Los dos sabemos que necesitan a su vencedor. Sólo puede ser
uno de nosotros. Por favor, acéptalo, hazlo por mí.
Y sigue hablando
sobre lo mucho que me quiere, sobre cómo sería su vida sin mí, pero yo ya no lo
escucho, porque sus anteriores palabras han quedado atrapadas dentro de mi
cabeza y están ahí, dando vueltas.
«Los dos sabemos que
necesitan a su vencedor.»
Sí, lo necesitan. Sin
vencedor, a los Vigilantes les estallaría todo en la cara: fallarían al
Capitolio, puede que incluso los ejecutasen de alguna forma lenta y dolorosa,
en directo para todas las pantallas del país.
Si morimos Peeta y
yo, o si pensaran que vamos a...
Me llevo las manos al
saquito del cinturón y lo desengancho. Peeta lo ve y me coge la muñeca.
--No, no te dejaré.
--Confía en mí
--susurro. Él me mira a los ojos durante un buen rato, pero me suelta. Abro el
saquito y le echo un puñado de bayas en la mano; después cojo unas cuantas para
mí--. ¿A la de tres?
--A la de tres
--responde Peeta, inclinándose para darme un beso muy dulce. Nos ponemos de
pie, espalda contra espalda, cogidos con fuerza de la otra mano--. Enséñalas,
quiero que todos lo vean.
Abro los dedos y las
oscuras bayas relucen al sol. Le doy un último apretón de manos a Peeta para
indicarle que ha llegado el momento, para despedirme, y empezamos a contar.
--Uno. --Quizá me
equivoque--. Dos. --Quizá no les importe que muramos los dos--. ¡Tres!
Es demasiado tarde
para cambiar de idea. Me llevo la mano a los labios y le echo un último vistazo
al mundo. Justo cuando las bayas entran en la boca, las trompetas empiezan a
sonar.
La voz frenética de
Claudius Templesmith grita sobre nosotros:
--¡Parad! ¡Parad!
Damas y caballeros, me llena de orgullo presentarles a los vencedores de los
Septuagésimo Cuartos Juegos del Hambre: ¡Katniss Everdeen y Peeta Mellark! ¡Les
presento a... los tributos del Distrito 12!
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