Capítulo 19
Me tapo la boca, pero
ya se me ha escapado el grito. El cielo se oscurece y oigo un coro de ranas que
empiezan a cantar.
« ¡Estúpida! --me
digo--. ¡Qué estupidez has hecho!»
Espero, paralizada, a
que los bosques se llenen de atacantes, pero después recuerdo que no queda casi
nadie.
Peeta, que está
herido, es ahora mi aliado. Todas las dudas que pudiera haber tenido sobre él
se desvanecen, porque, si alguno de los dos hubiese matado al otro, seríamos
parias a nuestro regreso al Distrito 12. De hecho, sé que, de estar viendo los
juegos por la tele, habría odiado a cualquier tributo que no intentase de
inmediato aliarse con su compañero de distrito. Además, tiene sentido que nos
protejamos el uno al otro y, en mi caso (al ser los amantes trágicos del
Distrito 12), es un requisito imprescindible si deseo recibir más ayuda de
patrocinadores comprensivos.
Los amantes
trágicos... Peeta debe de haber estado jugándosela a esa carta desde el
principio. ¿Por qué si no habrían decidido los Vigilantes este cambio sin
precedentes en las reglas? Para que dos tributos tengan la oportunidad de
ganar, nuestro «romance» debe de ser tan popular entre la audiencia que
condenarlo al fracaso pondría en peligro el éxito de los juegos. Y no es
gracias a mí, porque lo único que he hecho ha sido conseguir no matar a Peeta.
No sé qué habrá hecho él en el estadio, aunque me da la impresión de que ha
convencido al público de que ha sido para mantenerme con vida. Sacudió la
cabeza para evitar que yo me metiese en la Cornucopia; luchó contra Cato para
permitirme escapar; incluso su unión con los profesionales tiene que haber sido
una táctica para protegerme. Al final va a resultar que Peeta nunca ha sido un
peligro para mí.
La idea me hace
sonreír. Dejo caer las manos y levanto el rostro hacia la luna, para que las
cámaras puedan verlo bien.
Entonces, ¿a quién
debo temer? ¿A la Comadreja? El chico de su distrito está muerto y ella trabaja
sola, por la noche, y su estrategia ha consistido en evadirse, no en atacar. En
realidad, aunque haya escuchado mi voz, no creo que haga nada, salvo esperar a
que otro me mate.
También está Thresh.
Vale, él es una amenaza real, pero no lo he visto ni una vez desde que
empezaron los juegos. Cuando la Comadreja se asustó con un ruido en el lugar de
la explosión, no se volvió hacia el bosque, sino hacia lo que hay al otro lado
de él, esa zona del estadio que se pierde de vista y llega a no sé dónde. Estoy
casi segura de que la persona de la que huía era Thresh y que ése es su
dominio. Desde allí no puede haberme escuchado y, aunque lo hiciera, estoy a
demasiada altura para alguien de su tamaño.
Eso me deja con Cato
y la chica del Distrito 2, que seguramente estarán celebrando la nueva regla.
Es la única pareja que queda, salvo Peeta y yo.
¿Debería huir, por si
me han oído llamarlo?
«No --pienso--, que
vengan.» Que vengan con sus gafas de visión nocturna y sus pesados cuerpos
ruidosos, que se pongan a tiro de mis flechas. Sin embargo, sé que no lo harán;
si no vinieron a la luz del día guiados por mi hoguera, no se arriesgarán a
caer en una trampa nocturna. Cuando vengan, será imponiendo sus condiciones, no
porque sepan dónde estoy.
«Quédate aquí y
duerme un poco, Katniss --me ordeno, a pesar de que desearía empezar a buscar a
Peeta de inmediato--. Mañana, mañana lo encontrarás.»
Consigo dormirme,
pero, por la mañana, me comporto con un cuidado extremo, porque, aunque los
profesionales podrían dudar en atacarme en un árbol, son muy capaces de montar
una emboscada. Me aseguro de estar completamente preparada para superar el día
(me tomo un buen desayuno, cierro bien la mochila, preparo las armas) antes de
descender. Todo parece tranquilo y sin cambios cuando llego al suelo.
Hoy debo tomar todas
las precauciones posibles. Los profesionales sabrán que estoy intentando
localizar a Peeta y puede que quieran esperar a que lo haga antes de actuar. Si
está tan malherido como cree Cato, me veré en la obligación de defendernos a
los dos sin ayuda. Sin embargo, si está tan incapacitado, ¿cómo ha conseguido
seguir con vida? ¿Y cómo demonios voy a encontrarlo?
Intento pensar en
algo que haya dicho Peeta y que pueda servirme de pista para saber dónde se
esconde, pero no se me ocurre nada, así que vuelvo al último momento en que lo
vi brillando bajo la luz del sol, gritándome que corriera. Después apareció
Cato con la espada en alto y, cuando me fui, hirió a Peeta. Pero ¿cómo escapó?
Quizá aguantó mejor que Cato el veneno de las rastrevíspulas. Quizá fuera ésa
la variable que le permitió huir. Sin embargo, a él también le habían picado.
¿Cuánto pudo alejarse, estando herido y lleno de veneno? ¿Y cómo ha permanecido
vivo todos estos días? Si la herida y las picaduras no lo han matado, la sed
tendría que haberlo hecho.
Entonces se me ocurre
la primera pista sobre su ubicación: no podría haber sobrevivido sin agua, lo
sé por mis primeros días en el campo de batalla. Tiene que estar escondido en
un sitio cerca de una fuente de agua. Está el lago, pero es una opción poco
probable, teniendo en cuenta que se encuentra demasiado cerca del campamento
base de los profesionales. Hay unos cuantos estanques alimentados por el
arroyo, pero ahí sería presa fácil. Y está el arroyo, el que sale del
campamento donde estuve con Rue, pasa cerca del lago y sigue adelante. Si se ha
mantenido cerca del arroyo, habrá podido moverse y estar siempre cerca del
agua; podría caminar por la corriente y borrar sus huellas, e incluso pescar
algo.
Bueno, en cualquier
caso es un buen lugar por donde empezar.
Para confundir al
enemigo, enciendo una fogata con mucha leña verde. Aunque piensen que es una
artimaña, espero que supongan que estoy escondida por aquí, mientras que, en
realidad, estaré buscando a Peeta.
El sol quema la
neblina de la mañana casi de inmediato, y me doy cuenta de que hoy va a hacer
más calor de lo normal. El agua me resulta fresca y agradable cuando meto los
pies descalzos dentro, arroyo abajo. Siento la tentación de llamar a Peeta
conforme avanzo, pero decido que no es buena idea. Tendré que encontrarlo
usando los ojos y el oído que me queda, pero él sabrá que lo busco, ¿no? Espero
que su opinión sobre mí no sea tan mala como para pensar que no haré caso de la
nueva regla y me quedaré sola, ¿verdad? Es una persona difícil de predecir, lo
que resultaría interesante en otras circunstancias; en este momento, sólo sirve
para añadir otro obstáculo.
No tardó mucho en llegar
al sitio desde el que partí al campamento de los profesionales. No hay ni
rastro de Peeta, aunque no me sorprende, porque he recorrido este lugar tres
veces desde el incidente de las avispas. De haber estado cerca, seguro que lo
habría sospechado. El arroyo empieza a doblarse hacia la izquierda para
introducirse en una parte del bosque que no conozco. Una orilla embarrada y
cubierta de plantas acuáticas enredadas lleva a unas grandes rocas que aumentan
en tamaño hasta que empiezo a sentirme algo atrapada. Ahora no sería nada fácil
escapar del arroyo, ni luchar contra Cato o Thresh mientras subo por este
terreno rocoso. De hecho, justo cuando acabo de decidir qué voy por el camino
equivocado, que un chico herido no podría entrar y salir de esta fuente de agua,
veo el reguero de sangre que rodea una roca. Hace tiempo que se ha secado, pero
las manchas que van de un lado al otro sugieren que alguien (alguien que,
quizá, no estuviese en plena posesión de sus facultades mentales) intentó
limpiarse la sangre.
Abrazada a las rocas,
me muevo lentamente hacia la sangre, buscándolo. Encuentro más manchas, una con
unos trozos de tela pegados, pero ni rastro de él. Me derrumbo y digo su nombre
en voz baja:
--¡Peeta, Peeta!
Entonces, un sinsajo
aterriza en un árbol raquítico y empieza a imitarme, así que lo dejo, me rindo
y vuelvo al arroyo pensando: «Tiene que haberse ido más abajo».
Acabo de meter el pie
en el agua cuando oigo una voz.
--¿Has venido a
rematarme, preciosa?
Me vuelvo de golpe;
viene de mi izquierda, así que no lo oigo muy bien, y la voz es ronca y débil,
aunque tiene que ser Peeta. ¿Qué otra persona me llamaría preciosa en este
lugar? Recorro la orilla con la mirada, pero nada, sólo barro, plantas y la
base de las rocas.
--¿Peeta?
--susurro--. ¿Dónde estás? --No me responde. ¿Me lo he imaginado? No, estoy
segura de que era real y de que estaba cerca--. ¿Peeta? --Me arrastro por la
orilla.
--Bueno, no me pises.
Retrocedo de un
salto, porque la voz viene del suelo, pero sigo sin verlo. Entonces abre los
ojos, de un azul inconfundible entre el lodo marrón y las hojas verdes. Ahogo
un grito y me recompensa con la fugaz visión de sus dientes blancos al reírse.
Es lo último en
camuflaje; Peeta tendría que haberse olvidado del lanzamiento de pesos y
haberse dedicado a convertirse en árbol en plena sesión privada con los
Vigilantes. O en canto rodado. O en una orilla embarrada llena de malas
hierbas.
--Cierra otra vez los
ojos --le ordeno. Lo hace, y también la boca, y desaparece por completo. La
mayor parte de lo que creo que es su cuerpo está debajo de una capa de lodo y
plantas. La cara y los brazos están tan bien disfrazados que resultan
invisibles. Me arrodillo a su lado--. Supongo que todas esas horas decorando
pasteles han dado por fin su fruto.
--Sí, el glaseado, la
última defensa de los moribundos.
--No te vas a morir.
--¿Y quién lo dice?
--Tiene la voz muy ronca.
--Yo. Ahora estamos
en el mismo equipo, ya sabes.
--Eso he oído
--responde, abriendo los ojos--. Muy amable por tu parte venir a buscar lo que
queda de mí.
--¿Te cortó Cato?
--le pregunto, sacando la botella para darle un poco de agua.
--Pierna izquierda,
arriba.
--Vamos a meterte en
el arroyo para que pueda lavarte y ver qué tipo de heridas tienes.
--Primero, acércate
un momento, que tengo que decirte una cosa. --Me inclino sobre él y acerco el
oído bueno a sus labios, que me hacen cosquillas cuando me susurra:-- Recuerda
que estamos locamente enamorados, así que puedes besarme cuando quieras.
--Gracias --respondo,
apartando la cabeza de golpe, pero sin poder evitar reírme--. Lo tendré en
cuenta.
Al menos es capaz de
bromear. Sin embargo, cuando empiezo a ayudarlo a llegar al arroyo, toda la
ligereza desaparece. Está a poco más de medio metro. ¿Tan difícil va a ser?
Pues sí, porque me doy cuenta de que no puede moverse ni un centímetro él solo;
está tan débil que su única ayuda consiste en dejarse llevar. Intento
arrastrarlo, pero, a pesar de que sé qué hace todo lo posible por estarse
quieto, se le escapan algunos gritos de dolor. El lodo y las plantas parecen
haberlo atrapado y, al final, tengo que dar un enorme tirón para arrancarlo de
sus garras. Sigue a medio metro del agua, tumbado, con los dientes apretados y
las lágrimas abriéndole surcos en la porquería de la cara.
--Mira, Peeta, voy a
hacerte rodar hasta el arroyo. Aquí es poco profundo, ¿vale?
--Fantástico
--responde.
Me agacho a su lado.
Pase lo que pase, me digo, no pararé hasta que esté en el agua.
--A la de tres --le
aviso--. ¡Una, dos y tres! --Sólo consigo que ruede una vuelta completa antes
de pararme, por culpa de los horribles sonidos que está haciendo. Ahora está al
borde del agua, quizá sea mejor así--. Vale, cambio de planes: no voy a meterte
dentro del todo --le digo. Además, si lo consigo, quién sabe si después podré
sacarlo.
--¿Nada de rodar?
--Nada. Vamos a
limpiarte. Vigila el bosque por mí, ¿vale?
No sé por dónde
empezar: está tan cubierto de lodo y hojas apelmazadas que ni siquiera le veo
la ropa..., si es que la lleva puesta. La idea me hace vacilar un momento, pero
después me lanzo. Los cuerpos desnudos no importan mucho en el estadio,
¿verdad?
Tengo dos botellas de
agua y la bota de Rue; las apoyo en las rocas del arroyo para que, mientras dos
se llenan, pueda vaciar la tercera sobre Peeta. Tardo un rato, pero al final quito
el barro suficiente para encontrar su ropa. Le bajo la cremallera de la
chaqueta con mucho cuidado, le desabrocho la camisa y le quito las dos cosas.
La camiseta interior está tan pegada a las heridas que tengo que cortarla con
mi cuchillo y volver a mojarlo para soltarla. Está muy magullado, tiene una
larga quemadura en el pecho y cuatro picaduras de rastrevíspulas, contando con
la de la oreja. Sin embargo, me siento un poco mejor, porque esas cosas puedo
arreglarlas. Decido ocuparme primero de su torso, aliviar parte del dolor antes
de encargarme de lo que le haya hecho Cato a su pierna.
Como tratarle las
heridas no tiene mucho sentido si está tumbado en un charco de barro, lo apoyo
como puedo en un canto rodado. Se queda ahí sentado, sin quejarse, mientras le
lavo la tierra del pelo y la piel. Está muy pálido a la luz del sol y ya no
parece fuerte y musculoso. Le saco los aguijones de las picaduras, lo que le
arranca una mueca, pero, en cuanto aplico las hojas, suspira de alivio.
Mientras se seca al sol, lavo la camisa y la chaqueta, que están asquerosas, y
las coloco sobre las piedras. Después le pongo la crema para las quemaduras en
el pecho. Entonces me doy cuenta de lo caliente que tiene la piel. La capa de
lodo y las botellas de agua habían ocultado el hecho de que está ardiendo de
fiebre. Rebusco en el botiquín de primeros auxilios que le quité al chico del
Distrito 1 y encuentro píldoras para reducir la temperatura. Mi madre a veces
cede y las compra cuando fallan todos sus remedios caseros.
--Trágate esto --le
digo, y él se toma la medicina como un chico obediente--. Debes de tener
hambre.
--La verdad es que
no. Qué raro, llevo días sin tener hambre --responde Peeta.
De hecho, cuando le
ofrezco granso, arruga la nariz y vuelve la cara. Entonces me doy cuenta de lo
enfermo que está.
--Peeta, tienes que
comer algo --insisto.
--Sólo servirá para
que lo devuelva. --Lo único que consigo es obligarlo a comer unos trocitos de
manzana desecada--. Gracias. Estoy mucho mejor, de verdad. ¿Puedo dormir un poco,
Katniss?
--Dentro de un
momentito --le prometo--. Primero tengo que mirarte la pierna.
Con todo el cuidado
del mundo, le quito las botas, los calcetines y después, centímetro a
centímetro, los pantalones. Veo el corte que ha hecho la espada de Cato en la
tela sobre el muslo, pero eso no me prepara de ninguna manera para lo que hay
debajo. El profundo tajo inflamado supura sangre y pus, la pierna está hinchada
y, lo peor de todo, huele a carne podrida.
Quiero huir,
desaparecer en el bosque como hice el día en que trajeron al hombre quemado a
nuestra casa, salir a cazar mientras mi madre y Prim se encargan de algo que yo
no tengo ni el valor ni la habilidad de curar. Sin embargo, aquí no hay nadie
más que yo; intento imitar el comportamiento tranquilo de mi madre cuando tiene
un caso especialmente difícil.
--Bastante feo, ¿eh?
--dice Peeta, que me observa con atención.
--Regular --respondo,
encogiéndome de hombros como si no fuese gran cosa--. Deberías ver a algunas de
las personas que le llevan a mi madre de las minas. --Me contengo para no
añadir que suelo huir de la casa siempre que trata algo más grave que un
resfriado. Bien pensado, ni siquiera me gusta estar cerca de la gente que
tose--. Lo primero es limpiarla bien.
Le he dejado puestos
los calzoncillos porque no tienen mala pinta y no quiero pasarlos por encima
del muslo herido; bueno, vale, y también porque la idea de que esté desnudo me
incomoda. Es otra de las habilidades de mi madre y Prim: la desnudez no tiene
ningún efecto en ellas, no hace que se avergüencen. Lo más irónico es que, en
este momento de los juegos, mi hermanita le sería más útil a Peeta que yo.
Coloco mi trozo de plástico debajo de él para poder lavarlo del todo. Con cada
botella que le echo encima, peor aspecto tiene la herida. El resto de su mitad
inferior está bastante bien, sólo una picadura de rastrevíspulas y unas cuantas
quemaduras pequeñas que le trato rápidamente. Por otro lado, el corte de la
pierna..., ¿cómo demonios voy a curarlo?
--¿Por qué no lo
dejamos un momento al aire y...? --dejo la frase sin acabar.
--¿Y después lo
curas? --responde Peeta. Es como si sintiese pena por mí, como si supiese lo
perdida que estoy.
--Eso. Mientras
tanto, cómete esto.
Le pongo unas peras
secas partidas por la mitad en la mano y vuelvo al arroyo a lavarle el resto de
la ropa.
Una vez la tengo
puesta a secar, examino el contenido del botiquín; son cosas bastante básicas:
vendas, píldoras para la fiebre, medicinas para el dolor de estómago. Nada del
calibre de lo que necesito para curarlo.
--Vamos a tener que
experimentar --admito.
Sé que las hojas para
las rastrevíspulas acaban con la infección, así que empiezo por ellas. A los
pocos minutos de apretar la sustancia verde masticada en la herida, el pus
empieza a bajarle por la pierna. Me digo que es buena señal y me muerdo con
fuerza el interior de la mejilla, porque estoy a punto de echar fuera el
desayuno.
--¿Katniss? --dice
Peeta. Lo miro a los ojos y sé que debo de tener la cara verde--. ¿Y ese beso?
--me dice moviendo los labios, pero sin emitir sonido alguno. Me echo a reír,
porque todo esto es tan asqueroso que no puedo soportarlo--. ¿Va todo bien?
--me pregunta, en un tono más inocente de lo normal.
--Es que..., es que
no se me dan bien estas cosas. No tengo ni idea de qué estoy haciendo y odio el
pus. ¡Puaj! --Me permito exclamar mientras limpio la primera ronda de hojas y
aplico la segunda--. ¡Puaaaaj!
--¿Cómo puedes cazar?
--Créeme, matar
animales es mucho más sencillo que esto. Aunque, por lo que sé, podría estar
matándote.
--¿Puedes darte un
poco más de prisa?
--No. Cierra el pico
y cómete las peras.
Después de tres
aplicaciones y de lo que parece un cubo entero de pus, la herida tiene mejor
aspecto. Como la inflamación ha bajado un poco, veo la profundidad del corte de
Cato: llega hasta el hueso.
--¿Y ahora qué,
doctora Everdeen? --pregunta Peeta.
--Puedo ponerle un
poco de pomada para las quemaduras. Creo que ayudaría con la infección. ¿Lo
vendo? --Lo hago y todo parece mucho más manejable cuando está cubierto de
algodón blanco y limpio, aunque, comparado con la venda estéril, el borde de
sus calzoncillos parece sucio y lleno de bacterias. Saco la mochila de Rue--.
Toma, cúbrete con esto y te lavo los calzoncillos.
--Oh, no me importa
que me veas.
--Eres como el resto
de mi familia. A mí sí me importa, ¿vale?
Me vuelvo y miro el
arroyo hasta que los calzoncillos caen en la corriente. Debe de sentirse un
poco mejor si es capaz de lanzarlos.
--¿Sabes? Para ser
una cazadora letal eres un poco aprensiva --dice Peeta mientras le lavo la ropa
interior entre dos piedras--. Ojalá te hubiese dejado darle la ducha a
Haymitch.
--¿Qué te ha enviado
hasta ahora? --le pregunto, arrugando la nariz al recordar la escena.
--Nada de nada. --De
repente, se da cuenta de algo y hace una pausa--. ¿Por qué? ¿A ti sí?
--La medicina para
las quemaduras --respondo, casi con timidez--. Ah, y pan.
--Siempre supe que
eras su favorita.
--Venga ya, si ni
siquiera soporta estar en la misma habitación que yo.
--Porque os parecéis
--murmura Peeta, aunque no le hago caso, porque no es momento para ponerme a
insultar a Haymitch, que es mi primer impulso.
Dejo que Peeta se
adormile mientras se le seca la ropa, pero, a última hora de la tarde, me da
miedo que siga, así que le sacudo un poco el hombro.
--Peeta, tenemos que
irnos ya.
--¿Irnos? --pregunta,
como si estuviese aturdido--. ¿Adonde?
--Lejos de aquí.
Quizás arroyo abajo, a algún lugar en el que podamos escondernos hasta que te
pongas más fuerte. --Lo ayudo a vestirse y le dejo los pies descalzos para
caminar por el agua; después lo levanto. Se queda pálido en cuanto apoya peso
en la pierna--. Venga, puedes hacerlo.
Pero no puede; al
menos, no por mucho tiempo. Recorremos cincuenta metros aguas abajo, él apoyado
sobre mi hombro, y me doy cuenta de que va a desmayarse. Lo siento en la
orilla, le pongo la cabeza entre las rodillas y le doy unas palmaditas torpes
mientras examino la zona. Aunque está claro que me encantaría subirme a un
árbol, no puede ser. Por otro lado, la cosa podría estar peor: hay algunas
rocas que forman unas pequeñas estructuras similares a cuevas. Elijo una que
está unos veinte metros por encima del arroyo. Cuando Peeta logra volver a
levantarse, lo llevo medio a rastras hasta la cueva. La verdad es que me
gustaría buscar un sitio mejor, pero habrá que conformarse con éste, porque mi
aliado está rendido: cara blanca como la cal, jadeos y, aunque acaba de empezar
a refrescar un poco, él tiembla.
Cubro el suelo de la
caverna con una capa de agujas de pino, desenrollo el saco de dormir y lo meto
dentro. Le doy un par de píldoras con agua cuando está despistado, pero se
niega a comer, ni siquiera admite la fruta. Después se queda tumbado y me mira
fijamente, y yo fabrico una especie de cortina con vides para ocultar la
entrada. El resultado no es satisfactorio; un animal no lo miraría dos veces,
pero un humano notaría en seguida que es artificial. La rompo en pedazos,
frustrada.
--Katniss --me llama.
Me vuelvo y le aparto el pelo de los ojos--. Gracias por encontrarme.
--Tú lo habrías hecho
de ser al contrario --respondo.
Tiene la frente
ardiendo, como si la medicina no tuviese efecto. De repente, sin más, me asusta
que se muera.
--Sí. Mira, si no
regreso... --empieza.
--No digas eso, no he
sacado todo ese pus para nada.
--Lo sé, pero, por si
acaso... --intenta seguir.
--No, Peeta, ni
siquiera quiero hablar del tema --insisto, poniéndole los dedos en los labios
para callarlo.
--Pero...
Siguiendo un impulso,
me inclino y lo beso para que deje de hablar. De todos modos, es algo que
seguramente tendría que haber hecho ya, puesto que, como bien dijo, se supone
que estamos locamente enamorados. Es la primera vez que beso a un chico e
imagino que tendría que causarme alguna impresión, pero sólo noto que sus
labios tienen una temperatura poco natural por culpa de la fiebre. Me aparto y
lo arropo con el borde del saco.
--No te vas a morir.
Te lo prohíbo, ¿vale?
--Vale --susurra él.
Salgo al fresco aire
nocturno justo cuando el paracaídas cae del cielo. Deshago rápidamente el nudo
con la esperanza de que sea una medicina de verdad para tratar la pierna de
Peeta. Sin embargo, me encuentro con una olla de caldo caliente.
Haymitch no podía
haberme enviado un mensaje más claro: un beso equivale a una olla de caldo.
Casi lo oigo gruñir: «Se supone que estás enamorada, preciosa, y el chico se
está muriendo. ¡Dame algo con lo que pueda trabajar!».
Y tiene razón: si
quiero mantener vivo a Peeta debo darle a la audiencia algo más por lo que
preocuparse. Los amantes trágicos desesperados por volver juntos a casa..., dos
corazones latiendo al ritmo de uno..., romance.
Como nunca he estado
enamorada, va a ser complicado. Pienso en mis padres, en que mi padre siempre
le llevaba regalos a mi madre cuando iba al bosque; a mi madre se le iluminaba
la cara al oír sus botas llegando a la puerta, y estuvo a punto de rendirse
cuando él murió.
--¡Peeta! --exclamo,
intentando poner aquel tono especial que usaba mi madre con mi padre. Se ha
dormido otra vez, pero lo despierto con un beso, lo que parece sorprenderlo.
Después sonríe, como si se alegrara de estar allí tumbado y poder mirarme por
los siglos de los siglos. Se le dan bien estas cosas. Yo sostengo la olla en
alto--. Peeta, mira lo que te ha enviado Haymitch.
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