Capítulo 3
En cuanto acaba el
himno, nos ponen bajo custodia. No quiero decir que nos esposen ni nada de eso,
pero un grupo de agentes de la paz nos acompaña hasta la puerta principal del
Edificio de Justicia. Quizás algún tributo intentase escapar en el pasado,
aunque yo nunca lo he visto.
Una vez dentro, me
conducen a una sala y me dejan sola. Es el sitio más lujoso en el que he
estado, tiene gruesas alfombras de pelo, y sofá y sillones de terciopelo. Sé
que es terciopelo porque mi madre tiene un vestido con un cuello de esa cosa.
Cuando me siento en el sofá, no puedo evitar acariciar la tela una y otra vez;
me ayuda a calmarme mientras intento prepararme para la hora que me espera. Ése
es el tiempo que se les concede a los tributos para despedirse de sus seres
queridos. No puedo dejarme llevar y salir de esta habitación con los ojos
hinchados y la nariz roja; no me puedo permitir llorar, porque habrá más
cámaras en la estación de tren.
Mi hermana y mi madre
entran primero. Extiendo los brazos hacia Prim, y ella se sube a mi regazo y me
rodea el cuello con los suyos, apoyando la cabeza en mi hombro, como hacía
cuando era un bebé. Mi madre se sienta a mi lado y nos abraza a las dos. No
hablamos durante unos minutos, pero después empiezo a decirles las cosas que
tienen que recordar hacer, ya que yo no estaré para ayudarlas.
Prim no debe coger
ninguna tesela. Pueden salir adelante, si tienen cuidado, vendiendo la leche y
el queso de la cabra, y siguiendo con la pequeña botica que lleva mi madre para
la gente de la Veta. Gale le conseguirá las hierbas que ella no pueda cultivar,
aunque tiene que describírselas con precisión, porque él no las conoce como yo.
También les llevará carne de caza (él y yo habíamos hecho un pacto al respecto
hace cosa de un año) y seguramente no les pedirá nada a cambio. Sin embargo,
deben agradecérselo con algún tipo de canje, como leche o medicinas.
No me molesto en
sugerirle a Prim que aprenda a cazar; intenté enseñarla un par de veces y fue
un desastre. El bosque la aterra y, siempre que yo le daba a una presa, ella se
ponía llorosa y decía que podíamos curarla si llegábamos a tiempo a casa. Por
otro lado, le va bien con la cabra, así que me concentro en eso.
Cuando termino con
las instrucciones sobre el combustible, el comercio y terminar el colegio, me
vuelvo hacia mi madre y la cojo con fuerza de la mano.
--Escúchame, ¿me
estás escuchando? --Ella asiente, asustada por mi intensidad. Tiene que saber
lo que le espera--. No puedes volver a irte.
--Lo sé --me responde
ella, clavando los ojos en el suelo--. Lo sé, no lo haré. No pude evitar lo
que...
--Bueno, pues esta
vez tendrás que evitarlo. No puedes desconectarte y dejar sola a Prim, porque
yo no estaré para manteneros con vida. Da igual lo que pase, da igual lo que
veas en pantalla. ¡Tienes que prometerme que seguirás luchando!
He levantado tanto la
voz que estoy gritando; estoy soltando toda la rabia y el miedo que sentí
cuando ella me abandonó.
--Estaba enferma
--dice mi madre, soltándose; también se ha enfadado--. Podría haberme curado yo
misma de haber tenido las medicinas que tengo ahora.
La parte de haber
estado enferma es cierta; después he visto cómo despertaba a personas que
sufrían aquella tristeza paralizante. Quizá sea una enfermedad, pero no nos la
podemos permitir.
--Pues tómalas... ¡y
cuida de ella! --le ordeno.
--Todo saldrá bien,
Katniss --dice Prim, cogiéndome la cara--. Pero tú también tienes que cuidarte;
eres rápida y valiente, quizá puedas ganar.
No puedo ganar; en el
fondo, Prim debe de saberlo. La competición está mucho más allá de mis
habilidades. Hay chicos de distritos más ricos, donde ganar es un gran honor,
que llevan entrenándose toda la vida para esto. Chicos que son dos o tres veces
más grandes que yo; chicas que conocen veinte formas diferentes de matarte con
un cuchillo. Sí, también habrá gente como yo, chavales a los que quitarse de en
medio antes de que empiece la diversión de verdad.
--Quizá --respondo,
porque no puedo decirle a mi madre que luche si yo ya me he rendido. Además, no
es propio de mí entregarme sin presentar batalla, aunque los obstáculos
parezcan insuperables--. Y seremos tan ricas como Haymitch.
--Me da igual que
seamos ricas. Sólo quiero que vuelvas a casa. Lo intentarás, ¿verdad? ¿Lo
intentarás de verdad de la buena? --me pregunta Prim.
--De verdad de la
buena, te lo juro --le digo, y sé que tendré que hacerlo, por ella.
Después aparece el
agente de la paz para decirnos que se ha acabado el tiempo, nos abrazamos tan
fuerte que duele y lo único que se me ocurre es:
--Os quiero, os
quiero a las dos.
Ellas me dicen lo
mismo, el agente les ordena que se marchen y cierra la puerta. Escondo la
cabeza en uno de los cojines de terciopelo, como si eso pudiese protegerme de
todo lo que está pasando.
Alguien más entra en
la habitación y, cuando miro, me sorprende ver al panadero, el padre de Peeta
Mellark. No puedo creerme que haya venido a visitarme; al fin y al cabo, pronto
estaré intentando matar a su hijo. Pero nos conocemos un poco, y él conoce
incluso mejor a Prim, porque, cuando mi hermana vende sus quesos en el
Quemador, siempre le guarda dos al panadero y él le da una generosa cantidad de
pan a cambio. Es mucho más amable que la bruja de su mujer, así que esperamos a
que ella no esté. Seguro que él nunca le habría pegado a su hijo por el pan
quemado como lo hizo ella. En cualquier caso, ¿por qué ha venido a verme?
El panadero se
sienta, incómodo, en el borde de una de las lujosas sillas. Es un hombre
grande, ancho de hombros, con cicatrices de las quemaduras sufridas en el horno
a lo largo de los años. Es probable que acabe de despedirse de su hijo.
Saca un paquete
envuelto en papel blanco del bolsillo de la chaqueta y me lo ofrece. Lo abro y
encuentro galletas, un lujo que nosotras nunca podemos permitirnos.
--Gracias --respondo.
El panadero no es un hombre muy hablador, en el mejor de los casos, y hoy no
tiene absolutamente nada que decirme--. He comido un poco de su pan esta
mañana. Mi amigo Gale le dio una ardilla a cambio. --Él asiente, como si
recordarse la ardilla--. No ha hecho usted un buen trato.
Se encoge de hombros,
como si no le importase nada.
No se me ocurre qué
más decir, así que guardamos silencio hasta que lo llama un agente de la paz.
Él se levanta y tose para aclararse la garganta.
--No perderé de vista
a la pequeña. Me aseguraré de que coma.
Siento que al oírlo
desaparece parte de la presión que me oprime el pecho. La gente trata conmigo,
pero a ella le tienen verdadero cariño. Quizás haya cariño suficiente para
mantenerla con vida.
Mi siguiente visita
también resulta inesperada: Madge viene directa hacia mí. No está llorosa, ni
evita hablar del tema, sino que me sorprende con el tono urgente de su voz.
--Te dejan llevar una
cosa de tu distrito en el estadio, algo que te recuerde a casa. ¿Querrías
llevar esto?
Me ofrece la insignia
circular de oro que antes le adornaba el vestido. Aunque no le había prestado
mucha atención hasta el momento, veo que es un pajarito en pleno vuelo.
--¿Tu insignia? --le
pregunto.
Llevar un símbolo de
mi distrito es lo que menos me preocupa en estos momentos.
--Toma, te lo pondré
en el vestido, ¿vale? --No espera a mi respuesta, se inclina y me lo pone--.
Katniss, prométeme que lo llevarás en el estadio, ¿vale?
--Sí.
Galletas, una
insignia... Hoy me están dando todo tipo de regalos. Madge me da otro más: un
beso en la mejilla. Después se va y me quedo pensando que quizá, al fin y al
cabo, sí fuera mi amiga.
En último lugar
aparece Gale y, aunque puede que no haya nada romántico entre nosotros, cuando
abre los brazos no dudo en lanzarme a ellos. Su cuerpo me resulta familiar: la
forma en que se mueve, el olor a humo del bosque, incluso los latidos de su
corazón, que ya había escuchado en los momentos de silencio de la caza. Sin
embargo, es la primera vez que de verdad lo siento, delgado y musculoso, junto
al mío.
--Escucha --me
dice--, no te resultará difícil conseguir un cuchillo, pero tienes que hacerte
con un arco. Es tu mejor opción.
--No siempre los
tienen --respondo, pensando en el año en que sólo había unas horribles mazas
con pinchos con las que los tributos tenían que matarse a golpes.
--Pues fabrica uno.
Hasta un arco endeble es mejor que no tener arco.
He intentado copiar
los arcos de mi padre con malos resultados, porque no es tan fácil. Incluso él
tenía que desechar su trabajo algunas veces.
--Ni siquiera sé si
habrá madera --digo.
Otro año los soltaron
en un paraje en el que sólo había cantos rodados, arena y arbustos
esqueléticos; para mí fueron unos de los peores juegos. Muchos competidores
sufrieron mordeduras de serpientes venenosas o se volvieron locos de sed.
--Casi siempre hay
madera desde aquel año en que la mitad murió de frío --me responde Gale--. No
resultaba muy entretenido.
Es cierto, nos
pasamos unos juegos enteros viendo cómo los jugadores morían congelados por la
noche. Apenas aparecían, porque se limitaban a hacerse un ovillo y no tenían
madera para hogueras, ni antorchas, ni nada. El Capitolio consideró muy
decepcionante observar todas aquellas muertes silenciosas y sin sangre, así
que, desde entonces, suele haber madera para hacer fuego.
--Sí, es verdad.
--Katniss, es como
cazar, y eres la mejor cazadora que conozco.
--No es como cazar,
Gale, están armados. Y piensan.
--Igual que tú, y tú
tienes más práctica, práctica de verdad. Sabes cómo matar.
--Pero no personas.
--¿De verdad hay
tanta diferencia? --pregunta Gale, en tono triste.
Lo más horrible es
que, si consigo olvidar que son personas, será exactamente igual.
Los agentes de la paz
vuelven demasiado pronto y Gale les pide más tiempo, pero se lo llevan y
empiezo a asustarme.
--¡No dejes que
mueran de hambre! --grito, aferrándome a su mano.
--¡No lo permitiré!
¡Sabes que no lo permitiré! Katniss, recuerda que te... --dice, y nos separan y
cierran la puerta, y nunca sabré qué es lo que quiere que recuerde.
La estación de tren
está cerca del Edificio de Justicia, aunque nunca antes había viajado en coche
y casi nunca en carro. En la Veta nos desplazamos a pie.
He hecho bien en no
llorar, porque la estación está a rebosar de periodistas con cámaras
apuntándome a la cara, como insectos. Pero tengo mucha experiencia en no
demostrar mis sentimientos, y eso es lo que hago. Me veo de reojo en la
pantalla de televisión de la pared, en la que están retransmitiendo mi llegada
en directo, y me alegra comprobar que parezco casi aburrida.
Por otro lado, no
cabe duda de que Peeta Mellark ha estado llorando y, curiosamente, no intenta
esconderlo. Me pregunto al instante si será su estrategia en los juegos:
parecer débil y asustado para que los demás crean que no es competencia y
después dar la sorpresa luchando. A una chica del Distrito 7, Johanna Mason, le
funcionó muy bien hace unos años. Parecía una idiota llorica y cobarde por la
que nadie se preocupó hasta que sólo quedaba un puñado de concursantes. Al
final resultó ser una asesina despiadada; una estrategia muy inteligente, pero
extraña para Peeta Mellark, porque es el hijo de un panadero. Siempre ha tenido
comida de sobra y bandejas de pan que mover de un lado a otro, por lo que es
ancho de espaldas y fuerte. Harían falta muchos lloriqueos para convencer a
alguien de que lo pasase por alto.
Tenemos que quedarnos
unos minutos en la puerta del tren, mientras las cámaras engullen nuestras
imágenes; después nos dejan entrar al vagón y las puertas se cierran
piadosamente detrás de nosotros. El tren empieza a moverse de inmediato.
Al principio, la
velocidad me deja sin aliento. Obviamente, nunca había estado en un tren, ya
que está prohibido viajar de un distrito a otro, salvo que se trate de tareas
aprobadas por el Estado. En nuestro caso se limita básicamente al transporte de
carbón, aunque no estamos en un tren de mercancías normal, sino en uno de los
modelos de alta velocidad del Capitolio, que alcanza una media de cuatrocientos
kilómetros por hora. Nuestro viaje nos llevará menos de un día.
En el colegio nos
dicen que el Capitolio se construyó en un lugar que antes se llamaba las
Rocosas. El Distrito 12 estaba en una región conocida como los Apalaches;
incluso entonces, hace cientos de años, ya extraían carbón de la zona. Por eso
nuestros mineros tienen que trabajar a tanta profundidad.
Por algún motivo, en
el colegio todo acaba reduciéndose al carbón. Además de comprensión lectora y
matemáticas básicas, casi toda la formación tiene que ver con eso, salvo por la
clase semanal de historia de Panem. Se trata principalmente de tonterías sobre
lo que le debemos al Capitolio, aunque sé que tiene que haber mucho más de lo
que nos cuentan, una explicación real de lo que pasó durante la rebelión. Sin
embargo, no pienso mucho en ello; sea cual sea la verdad, no veo cómo me va a ayudar
a poner comida en la mesa.
El tren de los
tributos es aún más elegante que la habitación del Edificio de Justicia. Cada
uno tenemos nuestro propio alojamiento, compuesto por un dormitorio, un
vestidor y un baño privado con agua corriente caliente y fría. En casa no
tenemos agua caliente, a no ser que la hirvamos.
Hay cajones llenos de
ropa bonita, y Effie Trinket me dice que haga lo que quiera, que me ponga lo
que quiera, que todo está a mi disposición. Mi única obligación es estar lista
para la cena en una hora. Me quito el vestido azul de mi madre y me doy una
ducha caliente, cosa que nunca había hecho antes. Es como estar bajo una lluvia
de verano, sólo que menos fría. Me pongo una camisa y unos pantalones de color
verde oscuro.
En el último segundo
me acuerdo de la pequeña insignia de oro de Madge y le echo un buen vistazo por
primera vez: es como si alguien hubiese creado un pajarito dorado y después lo
hubiese rodeado con un anillo. El pájaro sólo está unido al anillo por la punta
de las alas. De repente, lo reconozco: es un sinsajo.
Son unos pájaros
curiosos, además de una especie de bofetón en la cara para el Capitolio.
Durante la rebelión, el Capitolio creó una serie de animales modificados
genéticamente y los utilizó como armas; el término común para denominarlos era
mutaciones, o mutos, para abreviar. Uno de ellos era un pájaro especial llamado
charlajo que tenía la habilidad de memorizar y repetir conversaciones humanas
completas. Eran unas aves mensajeras, todas ellas machos, que se soltaron en
las regiones en las que se escondían los enemigos del Capitolio. Los pájaros
recogían las palabras y volvían a sus bases para que las grabaran. Los
distritos tardaron un tiempo en darse cuenta de lo que pasaba, de cómo estaban
transmitiendo sus conversaciones privadas, pero, cuando lo hicieron, como es
natural, los rebeldes lo utilizaron para contarle al Capitolio miles de
mentiras, así que el truco se volvió en su contra. Por esa razón cerraron las
bases y abandonaron los pájaros para que muriesen en los bosques.
Sin embargo, no
murieron, sino que se aparearon con los sinsontes hembra y crearon una nueva
especie que podía replicar tanto los silbidos de los pájaros como las melodías
humanas. A pesar de perder la capacidad de articular palabras, podían seguir
imitando una amplia gama de sonidos vocales humanos, desde el agudo gorjeo de
un niño a los tonos graves de un hombre. Además, podían recrear canciones; no
sólo unas notas, sino canciones enteras de múltiples versos, siempre que
tuvieras la paciencia necesaria para cantárselas y siempre que a ellos les
gustase tu voz.
Mi padre sentía un
cariño especial por los sinsajos. Cuando íbamos de caza, silbaba o cantaba
canciones complicadas y, después de una educada pausa, ellos siempre las
repetían. No trataban con el mismo respeto a todo el mundo, pero siempre que mi
padre cantaba, todos los pájaros de la zona callaban y escuchaban. Lo hacían
porque su voz era muy bonita, alta, clara y tan llena de vida que te daban
ganas de reír y llorar a la vez. No fui capaz de seguir con la costumbre
después de su muerte. En cualquier caso, este pajarito tiene algo que me
consuela; es como llevar una parte de mi padre conmigo, protegiéndome. Me lo
prendo a la camisa y, con la tela verde oscuro de fondo, casi puedo imaginarme
al sinsajo volando entre los árboles.
Effie Trinket viene a
recogerme para la cena, y la sigo por un estrecho y agitado pasillo hasta
llegar a un comedor con paredes de madera pulida. Hay una mesa en la que todos
los platos son muy frágiles, y Peeta Mellark está sentado esperándonos, con una
silla vacía a su lado.
--¿Dónde está
Haymitch? --pregunta Effie, en tono alegre.
--La última vez que
lo vi me dijo que iba a echarse una siesta --responde Peeta.
--Bueno, ha sido un
día agotador --comenta ella, y creo que se siente aliviada por la ausencia de
Haymitch. ¿Quién puede culparla?
La cena sigue su
curso: una espesa sopa de zanahorias, ensalada verde, chuletas de cordero y
puré de patatas, queso y fruta, y una tarta de chocolate. Effie Trinket se pasa
toda la comida recordándonos que tenemos que dejar espacio, porque quedan más
cosas, pero yo me atiborro, porque nunca había visto una comida así, tan buena
y abundante, y porque probablemente lo mejor que puedo hacer hasta que empiecen
los juegos es ganar unos cuantos kilos.
--Por lo menos tenéis
buenos modales --dice Effie, mientras terminamos el segundo plato--. La pareja
del año pasado se lo comía todo con las manos, como un par de salvajes.
Consiguieron revolverme las tripas.
La pareja del año
pasado eran dos chicos de la Veta que nunca en su vida habían tenido suficiente
para comer. Seguro que, cuando tuvieron toda aquella comida delante, los buenos
modales en la mesa fueron la menor de sus preocupaciones. Peeta es hijo de
panadero; mi madre nos enseñó a Prim y a mí a comer con educación, así que, sí,
sé manejar el cuchillo y el tenedor, pero me asquea tanto el comentario que me
esfuerzo por comerme el resto de la comida con los dedos. Después me limpio las
manos en el mantel, lo que hace que Effie apriete los labios con fuerza.
Una vez terminada la
comida, tengo que esforzarme por no vomitarla y veo que Peeta también está un
poco verde. Nuestros estómagos no están acostumbrados a unos alimentos tan
lujosos.
Sin embargo, si soy
capaz de aguantar el mejunje de carne de ratón, entrañas de cerdo y corteza de
árbol de Sae la Grasienta (su especialidad de invierno), estoy dispuesta a
aguantar esto.
Vamos a otro
compartimento para ver el resumen de las cosechas de todo Panem. Intentan ir
celebrándolas a lo largo del día, de modo que alguien pueda verlas todas en
directo, aunque sólo la gente del Capitolio podría hacerlo, ya que ellos son
los únicos que no tienen que ir a las cosechas.
Vemos las demás
ceremonias una a una, los nombres, los que se ofrecen voluntarios y los que no,
que abundan más. Examinamos las caras de los chicos contra los que competiremos
y me quedo con algunas: un chico monstruoso que se apresura a presentarse
voluntario en el Distrito 2; una chica de brillante cabello rojo y cara astuta
en el Distrito 5; un chico cojo en el Distrito 10; y, lo más inquietante, una
chica de doce años en el Distrito 11. Tiene piel y ojos oscuros, pero, aparte
de eso, me recuerda a Prim tanto en tamaño como en comportamiento. Sin embargo,
cuando sube al escenario y piden voluntarios, sólo se oye el viento que silba
entre los decrépitos edificios que la rodean; nadie está dispuesto a ocupar su
lugar.
Por último, aparece
el Distrito 12: el momento de la elección de Prim y yo corriendo a presentarme
voluntaria. Se nota perfectamente la desesperación en mi voz cuando pongo a
Prim detrás de mí, como si temiera que no me oyesen y se la llevaran. Sin
embargo, está claro que me oyen. Veo a Gale quitándomela de encima y a mí misma
subiendo al escenario. Los comentaristas no saben bien qué decir sobre la
actitud del público, su negativa a aplaudir y el saludo silencioso. Uno dice
que el Distrito 12 siempre ha estado un poco subdesarrollado, pero que las
costumbres locales pueden resultar encantadoras. Como si estuviese ensayado,
Haymitch se cae y todos dejan escapar un gruñido cómico. Después sacan el
nombre de Peeta y él ocupa su lugar en silencio, nos damos la mano, ponen otra
vez el himno y termina el programa.
Effie Trinket está
disgustada por el estado de su peluca.
--Vuestro mentor
tiene mucho que aprender sobre la presentación y el comportamiento en la
televisión.
--Estaba borracho
--responde Peeta, riéndose de forma inesperada--. Se emborracha todos los años.
--Todos los días
--añado, sin poder reprimir una sonrisita.
Effie hace que
parezca como si Haymitch tuviese malos modales que pudieran corregirse con unos
cuantos consejos suyos.
--Sí, qué raro que os
parezca tan divertido a los dos. Ya sabéis que vuestro mentor es el contacto
con el mundo exterior en estos juegos, el que os aconsejará, os conseguirá
patrocinadores y organizará la entrega de cualquier regalo. ¡Haymitch puede
suponeros la diferencia entre la vida y la muerte!
En ese preciso
momento, Haymitch entra tambaleándose en el compartimento.
--¿Me he perdido la
cena? --pregunta, arrastrando las palabras. Después vomita en la cara alfombra
y se cae encima de la porquería.
--¡Seguid riéndoos!
--exclama Effie Trinket; acto seguido se levanta de un salto, rodea el charco
de vómito subida a sus zapatos puntiagudos y sale de la habitación.
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