Capítulo 26
Escupo las bayas y me
limpio la lengua con el borde de la camisa para asegurarme de que no quede
nada. Peeta tira de mí hacia el lago, donde los dos nos enjuagamos la boca y
nos abrazamos, sin fuerzas.
--¿No te has tragado
ninguna? --le pregunto.
--¿Y tú? --responde
él, sacudiendo la cabeza.
--Supongo que no,
porque sigo viva.
Veo que mueve los
labios para contestar, pero no lo oigo con el rugido de la multitud del
Capitolio, que sale en directo por los altavoces.
El aerodeslizador
aparece sobre nosotros y de él caen dos escaleras, sólo que no pienso soltar a
Peeta, de ninguna manera. Lo rodeo con un brazo para ayudarlo a subir, y los
dos ponemos un pie en el primer travesaño. La corriente eléctrica nos paraliza,
de lo cual me alegro, porque no estoy segura de que Peeta pudiese quedarse
colgado todo el viaje. Al subir estaba mirando hacia abajo, así que veo que,
aunque nuestros músculos están inmóviles, nada corta el flujo de sangre de su
pierna. Como cabía esperar, se desmaya en cuanto la puerta se cierra detrás de
nosotros y la corriente eléctrica se detiene.
Todavía tengo
agarrada la parte de atrás de su chaqueta con tanta fuerza que, cuando se lo
llevan, se rompe, y me deja con un puñado de tela negra. Unos médicos vestidos
con batas, máscaras y guantes blancos esterilizados ya están preparados para
trabajar, para entrar en acción. Peeta está tan pálido y quieto sobre la mesa
plateada, lleno de tubos y cables por todas partes, que, por un momento, olvido
que hemos salido de los juegos y veo a los médicos como una amenaza más, otra
manada de mutos diseñados para matarlo. Petrificada, me lanzo a salvarlo, pero
me retienen y me empujan al interior de otro cuarto, con una puerta de cristal
entre los dos. Nadie me hace caso, salvo un ayudante del Capitolio que aparece
detrás de mí y me ofrece una bebida.
Me dejo caer en el
suelo, con la cara contra la puerta, mirando el vaso de cristal que tengo en la
mano sin entender nada. Está helado, lleno de zumo de naranja, con una pajita
de borde decorado. Parece completamente fuera de lugar en mi mano sucia y
ensangrentada, al lado de las cicatrices y las uñas llenas de tierra. Se me
hace la boca agua con el olor, pero la dejo con cuidado en el suelo, sin
confiar en nada tan limpio y bonito.
A través del cristal
veo cómo los médicos trabajan sin parar en Peeta; fruncen el ceño,
concentrados. Veo el flujo de líquidos que bombean por los tubos, y una pared
llena de cuadrantes y luces que no significan nada para mí. No estoy segura,
pero creo que se le para el corazón dos veces.
Es como estar en casa
cuando traen a una persona destrozada sin remedio en el estallido de una mina,
a una mujer en su tercer día de parto o a un niño malnutrido que lucha contra
la neumonía; en esas ocasiones, mi madre y Prim suelen tener la misma expresión
que los médicos. Ha llegado el momento de huir al bosque y esconderme entre los
árboles hasta que el paciente haya desaparecido y, en otra parte de la Veta,
los martillos se encarguen del ataúd. Sin embargo, estoy aquí, atrapada no sólo
por las paredes del aerodeslizador, sino también por la misma fuerza que ata a
los seres queridos de los moribundos. A menudo los he visto reunidos en torno a
la mesa de nuestra cocina y he pensado: « ¿Por qué no se van? ¿Por qué se quedan
a mirar?».
Y ahora lo sé: porque
no les queda otra alternativa.
Doy un salto cuando
noto que alguien me mira a pocos centímetros, y me doy cuenta de que es mi
reflejo en el cristal: ojos enloquecidos, mejillas huecas, pelo enredado;
rabiosa, salvaje, loca. No es de extrañar que todos se mantengan a una
distancia prudencial de mí.
Lo siguiente que sé
es que hemos aterrizado en el tejado del Centro de Entrenamiento y que se
llevan a Peeta, aunque a mí me dejan donde estoy. Me lanzo contra el cristal,
chillando, y creo distinguir un atisbo de pelo rosa (tiene que ser Effie, Effie
viene al rescate), cuando alguien me pincha por detrás con una aguja.
·
Cuando despierto me
da miedo moverme. Todo el techo brilla con una suave luz amarilla, lo que me
permite ver que estoy en una habitación en la que sólo está mi cama; ni
puertas, ni ventanas a la vista. El aire huele a algo fuerte y antiséptico. Del
brazo derecho me salen varios tubos que se meten en la pared que tengo detrás.
Estoy desnuda, pero la ropa de cama me reconforta. Saco con precaución la mano
derecha de la colcha: no sólo está limpia, sino que han arreglado las uñas en
óvalos perfectos y las cicatrices de las quemaduras se notan menos. Me toco la
mejilla, los labios, la cicatriz arrugada sobre la ceja y, cuando empiezo a
pasarme los dedos por mi pelo de seda, me quedo helada. Me muevo el pelo con
aprensión por encima de la oreja izquierda; no, no me lo he imaginado: puedo
oír de nuevo.
Intento sentarme,
pero algún tipo de correa de sujeción me rodea la cintura y sólo me deja
levantarme unos centímetros. La restricción física hace que me entre el pánico,
y me pongo a tirar y a retorcer las caderas para librarme de la correa;
entonces se desliza una parte de la pared, como si fuese una puerta, y por ella
entra la chica avox pelirroja con una bandeja. Al verla me calmo y dejo de
forcejear. Quiero hacerle un millón de preguntas, aunque me da miedo que un
exceso de confianza le cause problemas, porque está claro que me vigilan de
cerca. Deja la bandeja sobre mis muslos y aprieta algo que me coloca en
posición sentada. Mientras me arregla las almohadas, me atrevo a preguntarle
algo; lo digo en voz alta, tan claro como me lo permite mi voz oxidada, para
que no parezca que le cuento secretitos.
--¿Ha sobrevivido
Peeta?
Ella asiente y,
cuando me pone una cuchara en la mano, noto que me la aprieta como una amiga.
Supongo que, al fin y
al cabo, no quería verme muerta. Y Peeta lo ha logrado; claro que lo ha
logrado, con todo el equipo caro que tienen aquí. Sin embargo, no estaba segura
hasta ahora.
Cuando se va la
chica, la puerta se cierra sin hacer ruido detrás de ella y yo me vuelvo,
hambrienta, hacia la bandeja: un cuenco de caldo claro, una pequeña ración de
compota de manzana y un vaso de agua. « ¿Ya está?», pienso, enfurruñada. ¿No
debería ser mi comida de bienvenida un poco más espectacular? Al final descubro
que apenas soy capaz de terminar lo poco que me han puesto. Es como si el
estómago se me hubiese reducido al tamaño de una castaña, y me pregunto cuánto
tiempo llevo inconsciente, porque la última mañana que pasé en el estadio no me
costó nada comerme un desayuno considerable. Normalmente pasan unos días entre
el final de la competición y la presentación del vencedor, de modo que puedan
volver a convertir a un tributo muerto de hambre, herido y destrozado en una
persona. Cinna y Portia andarán por aquí, creando nuestro vestuario para las
apariciones públicas. Haymitch y Effie estarán disponiendo el banquete para los
patrocinadores y revisando las preguntas de las últimas entrevistas. En casa,
en el Distrito 12, estarán inmersos en el caos de organizar las celebraciones
de bienvenida para Peeta y para mí, sobre todo porque las últimas fueron hace
casi treinta años.
¡En casa! ¡Prim y mi
madre! ¡Gale! Incluso la imagen del viejo gato zarrapastroso de Prim me hace
sonreír. ¡Pronto estaré en casa!
Quiero salir de esta
cama, ver a Peeta y Cinna, descubrir qué ha estado pasando. ¿Y por qué no? Me
siento bien. Sin embargo, cuando empiezo a salir de la correa, noto que un líquido
frío sale de uno de los tubos y se introduce por una de mis venas; pierdo la
conciencia de forma casi inmediata.
Lo mismo sucede una y
otra vez durante un periodo indefinido: me despierto, me alimentan y, aunque
resisto el impulso de intentar escapar de la cama, me vuelven a dejar sin
sentido. Es como estar en un extraño crepúsculo continuo. Sólo tomo nota de
unas cuantas cosas: la chica avox no ha vuelto desde que me dio de comer la
primera vez, mis cicatrices desaparecen y... ¿me lo he imaginado o he oído de
verdad los gritos de un hombre? No con el acento del Capitolio, sino con la
tosca cadencia de mi distrito. No puedo evitar tener la vaga sensación de que
alguien cuida de mí, y eso me reconforta.
Entonces, por fin,
llega un momento en que me despierto y no tengo nada clavado en el brazo
derecho. También me han quitado la correa de la cintura y soy libre para
moverme a mi gusto. Empiezo a levantarme, pero me detiene la visión de mis
manos: la piel está perfecta, suave y reluciente. No sólo han desaparecido sin
dejar rastro las cicatrices del campo de batalla, sino también las que había
acumulado con los años de cazadora. Me toco la frente y parece de satén; cuando
intento buscar la quemadura de la pantorrilla, no encuentro nada.
Saco las piernas de
la cama, con los nervios de no saber si soportarán bien mi peso, y compruebo
que están fuertes y preparadas. Al pie de la cama encuentro un traje que me
hace estremecer, el mismo que llevábamos todos los tributos en el estadio. Me
quedo mirándolo hasta que recuerdo que, obviamente, es lo que tengo que ponerme
para saludar a mi equipo.
Me visto en menos de
un minuto y toqueteo la pared, donde sé que está la puerta aunque no la vea,
hasta que, de repente, se abre. Salgo a un pasillo amplio y vacío que no parece
tener más puertas. No obstante, debe de haberlas, y detrás de una de ellas
tiene que estar Peeta. Ahora que estoy consciente y en movimiento, mi
preocupación por él aumenta por segundos. Si no estuviera bien, la avox me lo
habría dicho, pero necesito verlo por mí misma.
--¡Peeta! --lo llamo,
ya que no hay nadie a quien preguntar.
Oigo que alguien
responde gritando mi nombre, aunque no es su voz, sino una que me provoca
primero irritación y después impaciencia: Effie.
Me vuelvo y los veo a
todos esperando en una gran sala al final del pasillo: Effie, Haymitch y Cinna.
Salgo corriendo hacia ellos sin vacilar. Es posible que los vencedores deban
ser más comedidos, más arrogantes, sobre todo cuando sabes que te están
mirando, pero me da igual. Corro hacia ellos y me sorprendo a mí misma
abrazando primero a Haymitch. Cuando me susurra al oído «buen trabajo,
preciosa», no suena sarcástico. Effie está algo llorosa y no deja de darme
palmaditas en el pelo y de hablar sobre cómo le decía a todo el mundo que éramos
perlas. Cinna se limita a abrazarme con fuerza y no dice nada. Entonces veo que
Portia no está y tengo un mal presentimiento.
--¿Dónde está Portia?
¿Con Peeta? Peeta está bien, ¿no? Quiero decir, que está vivo, ¿verdad?
--Está bien, pero
quieren que os encontréis en directo durante la ceremonia --responde Haymitch.
--Ah, vale
--respondo, y el horrible momento de temer que Peeta estuviese muerto se pasa
de nuevo--. Supongo que es lo que yo querría ver.
--Ve con Cinna. Tiene
que ponerte a punto --dice Haymitch.
Es un alivio estar a
solas con Cinna, sentir su brazo protector sobre los hombros y alejarnos de las
cámaras, recorrer algunos pasillos y llegar a un ascensor que nos conduce al
vestíbulo del Centro de Entrenamiento. Eso quiere decir que el hospital está en
el sótano, incluso debajo del gimnasio en el que los tributos practicábamos
haciendo nudos y tirando lanzas. Las ventanas del vestíbulo están oscurecidas y
un puñado de guardias lo vigila todo. Nadie más nos ve llegar al ascensor de
los tributos. Se oye el eco de nuestras pisadas en el vacío. Cuando subimos a
la duodécima planta, me pasan por la cabeza las caras de todos los tributos que
nunca regresarán y noto un nudo en la garganta.
Entonces se abren las
puertas, y Venia, Flavius y Octavia me asaltan hablando tan deprisa y con tanta
alegría que no consigo entender lo que dicen, aunque el sentido está claro:
están realmente encantados de verme, y lo mismo me pasa a mí con ellos, aunque
me emocionó mucho más ver a Cinna. Esto es más como alegrarse de ver a un trío
de mascotas cariñosas al final de un día muy difícil.
Me llevan al comedor
y me dan una comida de verdad (rosbif con guisantes y panecillos), aunque las
raciones siguen estando controladas, porque, cuando pido repetir, me dicen que
no.
--No, no y no. No
quieren que lo eches todo en el escenario --responde Octavia, pero me da un
panecillo más sin que nadie lo vea, por debajo de la mesa, para hacerme saber
que está de mi parte.
Volvemos a mi
habitación y Cinna desaparece durante un rato mientras el equipo de preparación
me arregla.
--Oh, te han hecho un
buen trabajo de pulido --dice Flavius con envidia--. No tienes ni un defecto en
la piel.
Sin embargo, cuando
me miro desnuda en el espejo sólo veo lo delgaducha que estoy. Bueno, seguro
que estaba peor cuando salí del campo de batalla, pero puedo contarme las
costillas sin ningún problema.
Seleccionan los
ajustes de la ducha por mí y empiezan a arreglarme el pelo, las uñas y el
maquillaje cuando termino. Charlan sin parar, así que apenas tengo que decir
nada; eso está bien, porque no me siento muy habladora. Tiene gracia porque,
aunque parloteen sobre los juegos, sus comentarios versan acerca de dónde
estaban, qué hacían o cómo se sentían cuando sucedió algo en concreto: «
¡Todavía estaba en la cama!», « ¡Acababa de teñirme las cejas!», « ¡Os juro que
estuve a punto de desmayarme!». Todo gira en torno a ellos, no tiene nada que
ver con los chicos que morían en el estadio.
En el Distrito 12 no
nos regodeamos así en los juegos, sino que apretamos los dientes, miramos por
obligación e intentamos volver a nuestras cosas lo antes posible en cuanto
acaban. Para no odiar al equipo de preparación, consigo bloquear la mayor parte
de su charla.
Cinna entra con lo
que parece ser un vestido amarillo muy simple.
--¿Ya te has aburrido
del tema de la «chica en llamas»?
--Dímelo tú
--responde, y me lo mete por la cabeza. Al instante noto que ha rellenado la
parte del pecho para añadir las curvas que el hambre me ha robado del cuerpo.
Me llevo las manos a los senos y frunzo el ceño--. Ya lo sé --dice Cinna antes
de que pueda protestar--, pero los Vigilantes querían modificarte
quirúrgicamente. Haymitch tuvo una gran pelea con ellos y ésta fue la solución
de compromiso. --Me detiene antes de que pueda mirarme en el espejo--. Espera,
no te olvides de los zapatos.
Venia me ayuda a
ponerme un par de sandalias de cuero planas y me vuelvo hacia el espejo.
Sigo siendo la «chica
en llamas»: la fina tela del vestido despide un ligero brillo; el más leve
movimiento del aire crea ondas. En comparación con éste, el traje del carro
parece estridente, y el de la entrevista, demasiado artificial; ahora doy la
impresión de haberme vestido con la luz de una vela.
--¿Qué te parece?
--Creo que es el
mejor que has hecho hasta ahora.
Cuando consigo
apartar la mirada de los destellos de la tela, me encuentro con una sorpresa:
llevo el cabello suelto y echado atrás con una sencilla cinta; el maquillaje
redondea y rellena mis ahora angulosas facciones; me han puesto esmalte
transparente en las uñas; el vestido sin mangas está recogido a la altura de
las costillas, no de la cintura, de modo que el relleno no afecta demasiado a
mi figura; el borde me llega justo a las rodillas; al no llevar tacones, tengo
mi estatura real. En resumidas cuentas, parezco una chica, una chica joven, de
catorce años como mucho, inocente e inofensiva. Sí, me sorprende que Cinna haya
decidido sacar esto, teniendo en cuenta que acabo de ganar los juegos.
Se trata de una
imagen muy estudiada, porque Cinna nunca deja nada al azar. Me muerdo el labio,
intentando averiguar sus motivos.
--Creía que sería
algo más... sofisticado --le digo.
--Supuse que a Peeta
le gustaría más esto --responde él, con precaución.
¿Peeta? No, no es por
Peeta. Es por el Capitolio, los Vigilantes y la audiencia. Aunque no entiendo
todavía el diseño de Cinna, me recuerda que los juegos todavía no han terminado
por completo. Además, noto una advertencia debajo de su benévola respuesta. Me
advierte sobre algo que no puede mencionar ni siquiera delante de su propio
equipo.
Bajamos en el
ascensor hasta la planta donde nos entrenamos. La costumbre es que el vencedor
y su equipo de preparación salgan al escenario en una plataforma elevada.
Primero el equipo de preparación, seguido por el acompañante, el estilista, el
mentor y, finalmente, el vencedor. Como este año somos dos vencedores que
comparten acompañante y mentor, han tenido que reorganizarlo todo. Me encuentro
en una parte mal iluminada bajo el escenario. Han instalado una nueva
plataforma de metal para elevarme; todavía se ven pequeños montoncitos de
serrín y huele a pintura fresca. Cinna y el equipo de preparación se van para
ponerse sus trajes y colocarse en su sitio, así que me quedo sola. En la
penumbra veo una pared improvisada a unos nueve metros de mí; supongo que Peeta
estará detrás.
El rugido de la
multitud es tan ensordecedor que no me doy cuenta de la llegada de Haymitch
hasta que me toca el hombro y doy un bote, sobresaltada; supongo que parte de
mí sigue en el estadio.
--Tranquila, soy yo.
Deja que te eche un vistazo --dice. Levanto los brazos y doy una vuelta--. No
está mal.
--¿Pero? --pregunto,
porque no ha sido un gran cumplido.
--Pero nada. ¿Qué tal
un abrazo de buena suerte? --responde él, después de examinar mi mohoso lugar
de espera y tomar una decisión.
Vale, es una petición
extraña viniendo de él, pero, al fin y al cabo, hemos ganado; quizás un abrazo
sea lo más apropiado. Sin embargo, cuando le rodeo el cuello con los brazos, me
encuentro atrapada por los suyos y me empieza a hablar muy deprisa y muy bajito
al oído, con los labios ocultos por mi pelo.
--Escucha, tienes
problemas. Se dice que el Capitolio está furioso por la manera en que los
habéis dejado en ridículo en el estadio. Si hay algo que no soportan es que se
rían de ellos, y ahora son el hazmerreír de Panem --me dice Haymitch.
Siento que el miedo
me corre por las venas, pero me río como si me dijese algo encantador, porque
no tengo nada que me oculte la boca.
--¿Y qué?
--Tu única defensa
sería que estuvieses tan loca de amor que no fueses responsable de tus
acciones. --Haymitch se aparta y me arregla la cinta del pelo--. ¿De acuerdo,
preciosa?
Podría estar hablando
de cualquier cosa.
--De acuerdo. ¿Se lo
has dicho a Peeta?
--No hace falta. Él
lo tiene claro.
--Pero ¿crees que yo
no? --pregunto, aprovechando la oportunidad para enderezar la pajarita de color
rojo intenso que Cinna debe de haberle obligado a llevar.
--¿Y desde cuándo
importa lo que yo crea? Será mejor que ocupemos nuestros puestos. --Me conduce
al círculo de metal--. Es tu noche, preciosa, disfrútala.
Me da un beso en la
frente y desaparece en la penumbra.
Me tiro de la falda
deseando que fuese más larga para tapar lo mucho que me chocan las rodillas.
Entonces me doy cuenta de que no tendría sentido, porque todo el cuerpo me
tiembla como una hoja. Con suerte, lo atribuirán a la emoción. Al fin y al
cabo, es mi noche.
El olor a humedad y
moho que hay debajo del escenario amenaza con ahogarme. Noto un sudor frío y
pegajoso en la piel y no puedo evitar la sensación de que las tablas que tengo
encima están a punto de derrumbarse, de enterrarme viva debajo de los
escombros. Después de salir del campo de batalla, después de las trompetas, se
suponía que estaría a salvo para siempre, para el resto de mi vida. Sin embargo,
si lo que dice Haymitch es cierto (y no tiene razones para mentir), nunca he
corrido tanto peligro como ahora.
Es mucho peor que la
caza del estadio, porque allí podía morir y ya está, fin de la historia. Aquí
podrían castigar a Prim, a mi madre, a Gale, a la gente del Distrito 12, a
todas las personas que me importan, si no consigo hacer creíble el escenario de
chica-loca-de-amor que Haymitch ha sugerido.
Bueno, aún tengo una
oportunidad. Qué curioso, cuando saqué las bayas en el estadio sólo pensaba en
ser más lista que los Vigilantes, no en lo mal que haría quedar al Capitolio
con mis acciones. Pero los Juegos del Hambre son su arma y se supone que no
puedes vencerlos, así que ahora el Capitolio actuará como si hubiese controlado
la situación desde el principio, como si lo dirigiese todo, suicidio doble
incluido. Claro que, para que eso funcione, tengo que seguirles el juego.
Y Peeta... Peeta
también sufrirá si la actuación no sale bien. Pero ¿qué ha respondido Haymitch
cuando le he preguntado si se lo había explicado a Peeta, que tenía que fingir
estar loco de amor por mí?
«No hace falta, él lo
tiene claro.»
¿Tiene claro lo que
está pasando, como siempre, y es muy consciente del peligro que corremos? ¿O...
tiene claro que está loco de amor por mí? No lo sé, ni siquiera he empezado a
ordenar lo que siento por Peeta, es demasiado complicado. No sé qué hice como
parte de los juegos, qué hice por odio al Capitolio, qué hice para que lo
vieran en el Distrito 12, qué hice porque era lo correcto y qué hice porque
este chico me importa.
Son preguntas que
debo resolver en casa, en la tranquilidad y el sosiego del bosque, cuando no me
vea nadie, pero no aquí, con todos los ojos del país clavados en mí. Sin
embargo, no disfrutaré de ese lujo durante vete a saber cuánto tiempo y, ahora
mismo, la parte más peligrosa de los Juegos del Hambre está a punto de empezar.
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