Capítulo 23
--Será mejor que nos
tomemos el estofado con calma, ¿recuerdas la primera noche en el tren? La
comida pesada me hizo vomitar, y ni siquiera estaba muriéndome de hambre por
aquel entonces.
--Tienes razón.
¡Podría tragármelo entero de un bocado! --comento, pesarosa, aunque no lo hago.
Nos comportamos con bastante sensatez; cogemos un panecillo cada uno, media
manzana, y una ración de estofado y arroz del tamaño de un huevo. Me obligo a
comer el estofado en cucharaditas diminutas (nos han enviado hasta cubiertos y
platos), saboreando cada bocado. Cuando terminamos, me quedo mirando el plato
con anhelo--. Quiero más.
--Yo también. Vamos a
hacer una cosa: esperamos una hora y, si no lo echamos, nos servimos más.
--De acuerdo. Va a
ser una hora muy larga.
--Quizá no tanto
--responde él--. ¿Qué estabas diciendo justo antes de que llegase la comida?
Algo sobre no tener... competencia..., que soy lo mejor que te ha pasado...
--No recuerdo haber
dicho eso último --digo, esperando que aquí esté demasiado oscuro para que las
cámaras recojan mi rubor.
--Ah, es verdad, eso
era lo que estaba pensando yo. Ven aquí, me estoy helando.
Le hago sitio dentro
del saco y nos sentamos con la espalda apoyada en la pared de la cueva, yo con
la cabeza sobre su hombro, él rodeándome con los brazos. Noto cómo si Haymitch
me diese un codazo para que siga con la actuación.
--Entonces, ¿ni
siquiera te has fijado en las otras chicas desde que teníamos cinco años?
--Me fijaba en casi
todas, pero tú eras la única que me dejaba huella.
--Seguro que a tus
padres les encantaba que te gustase una chica de la Veta.
--No mucho, pero no
me importaba nada. De todos modos, si volvemos, ya no serás una chica de la
Veta, serás una chica de la Aldea de los Vencedores.
Es cierto, si ganamos
nos darán una casa a cada uno en la parte de la ciudad reservada para los
vencedores de los Juegos del Hambre. Hace tiempo, cuando empezaron los juegos,
el Capitolio construyó una docena de casas elegantes en cada distrito. En el
nuestro, obviamente, sólo una estaba ocupada; en la mayoría no había vivido
nadie. En ese momento, se me ocurre una idea inquietante.
--Entonces...
¡nuestro único vecino será Haymitch!
--Ah, será
maravilloso --responde Peeta, abrazándome con fuerza--: Haymitch, tú y yo. Y
muy acogedor: picnics, cumpleaños, largas noches de invierno junto al fuego
recordando viejas historias de los Juegos del Hambre...
--¡Te lo dije, me
odia! --exclamo, pero no puedo evitar reírme de ver a Haymitch convertido en mi
nuevo amigo.
--Sólo a veces.
Cuando está sobrio, no lo he oído decir ni una cosa negativa sobre ti.
--¡Si nunca está
sobrio!
--Claro, ¿en qué
estaría pensando? Ah, sí, es Cinna el que te quiere, más que nada porque no
intentaste huir cuando te prendió fuego. Por otro lado, Haymitch... Bueno, si
fuera tú, lo evitaría en todo momento. Te odia.
--Creía que habías
dicho que yo era su favorita.
--A mí me odia
todavía más. No creo que la gente, en general, sea lo suyo.
Sé que al público le
gustará que nos divirtamos a costa de Haymitch. Lleva tanto tiempo en los
juegos que es casi como un viejo amigo para algunos espectadores y, después de
su caída del escenario en la cosecha, todos lo conocen. Seguro que ya lo han
sacado de la sala de control para entrevistarlo sobre nosotros. No tengo ni
idea de qué mentiras se habrá inventado, aunque está en desventaja, porque casi
todos los mentores tienen un compañero, otro vencedor para ayudarlos, mientras
que él tiene que estar listo para entrar en acción en cualquier momento. Más o
menos como yo cuando estaba sola en el estadio. Me pregunto cómo lo llevará con
la bebida, la atención y la tensión de intentar mantenernos con vida.
Es curioso: Haymitch
y yo no nos llevamos bien en persona, pero quizá Peeta tenga razón en que somos
parecidos, porque parece capaz de comunicarse conmigo mediante los regalos.
Como cuando supe que estaba cerca del agua porque él no me la enviaba, que el
somnífero no era sólo para aliviar el dolor de Peeta, y ahora, que tenemos que
vivir el romance. En realidad, no se ha esforzado mucho por conectar con Peeta.
Quizá crea que un cuenco de caldo no es más que un cuenco de caldo para Peeta,
mientras que yo veré lo que conlleva.
Se me ocurre algo, y
me asombra que haya tardado tanto en surgir, quizá sea porque hasta ahora
Haymitch no me había provocado ninguna curiosidad.
--¿Cómo crees que lo
hizo? --pregunto.
--¿Quién? ¿El qué?
--Haymitch. ¿Cómo
crees que ganó los juegos?
Peeta se lo piensa un
rato antes de responder. Haymitch es fuerte, pero no una maravilla física como
Cato o Thresh. Tampoco es especialmente guapo, no tanto como para que le
lloviesen los regalos; y es tan hosco que resulta difícil imaginar que alguien
formase equipo con él. Sólo pudo ganar de una forma, y Peeta lo dice justo
cuando yo misma llego a la conclusión.
--Fue más listo que
los demás.
Asiento y dejo el
tema, pero, en secreto, me pregunto si Haymitch permaneció sobrio lo bastante
para ayudarnos a Peeta y a mí porque pensaba que quizá tuviéramos el ingenio
suficiente para sobrevivir. Quizá no siempre fuera un borracho; quizá, al
principio, intentara ayudar a los tributos, pero al final le resultó
insoportable. Debe de ser horrible guiar a dos niños y verlos morir, año tras
año. Entonces me doy cuenta de que, si salgo de aquí, ése será mi trabajo,
convertirme en mentora de la tributo del Distrito 12. La idea es tan repulsiva
que me la quito de la cabeza.
Pasa media hora y
decido que tengo que comer otra vez. Peeta tiene tanta hambre que no se
resiste. Mientras me sirvo dos racioncitas más de estofado de cordero y arroz,
oímos el himno. Peeta se asoma a la grieta de las rocas para mirar el cielo.
--Esta noche no habrá
nada --le digo, más interesada en el estofado que en el cielo--. Si hubiera
pasado algo, habría sonado un cañonazo.
--Katniss --dice
Peeta en voz baja.
--¿Qué? ¿Quieres que
compartamos también un panecillo?
--Katniss --repite,
pero no quiero hacerle caso.
--Voy a partir uno, y
guardaré el queso para mañana --insisto; veo que Peeta me mira--. ¿Qué?
--Thresh ha muerto.
--No puede ser.
--Habrán disparado el
cañón durante los truenos y no lo oímos.
--¿Estás seguro? Es
decir, está lloviendo a cántaros, no sé cómo ves algo.
Lo aparto de las rocas
y me asomo al cielo oscuro y lluvioso. Durante diez segundos veo de refilón una
foto de Thresh y después nada. Así de simple.
Me dejo caer hasta
quedar sentada junto a las rocas, olvidando por un momento nuestro objetivo.
Thresh está muerto. Debería alegrarme, ¿no? Un tributo menos al que
enfrentarse, y uno poderoso. Sin embargo, no lo estoy, sólo puedo pensar en que
Thresh me dejó ir, me dejó huir por Rue, que murió con una lanza clavada en el
estómago...
--¿Estás bien? --me
pregunta Peeta.
Me encojo de hombros,
evasiva, y me sujeto los codos con las manos para pegármelos más al cuerpo.
Tengo que enterrar el verdadero dolor, porque ¿quién va a apostar por un
tributo que no deja de lloriquear cuando muere uno de sus contrincantes? Lo de
Rue fue distinto: éramos aliadas y ella era tan joven..., pero nadie entendería
mi pena por el asesinato de Thresh. La palabra me hace parar en seco:
¡asesinato! Por suerte, no lo he dicho en voz alta, eso no me ganaría ningún
punto en el estadio. En vez de eso, digo:
--Es que..., si no
hubiésemos ganado nosotros..., quería que lo hiciese Thresh, porque me dejó ir
y por Rue.
--Sí, ya lo sé, pero
esto significa que estamos un paso más cerca del Distrito 12. --Me pone un
plato de comida en las manos--. Come, todavía está caliente.
Le doy un mordisco al
estofado para que todos vean que de verdad no me importa, pero es como comer
pegamento y me cuesta mucho tragar.
--También significa
que Cato estará buscándonos.
--Y que vuelve a
tener provisiones --añade Peeta.
--Seguro que está
herido.
--¿Por qué lo dices?
--Porque Thresh no se
habría rendido sin luchar. Es muy fuerte...; es decir, era muy fuerte. Y
estaban en su territorio.
--Bien. Cuanto más
herido esté Cato, mejor. Me pregunto cómo le irá a la Comadreja.
--Bah, seguro que le
va bien --digo, malhumorada. Sigo enfadada porque ella pensó en esconderse en
la Cornucopia y yo no--. Es probable que nos cueste menos coger a Cato que a
ella.
--Quizá se casen
entre ellos y nosotros podamos irnos a casa --dice Peeta--, aunque será mejor
que pongamos especial cuidado en las guardias. Me he quedado dormido unas
cuantas veces.
--Yo también, pero
esta noche no.
Terminamos de comer
en silencio y Peeta se ofrece para la primera guardia. Yo me escondo en el saco
de dormir a su lado y me cubro la cara con la capucha para que las cámaras no
la vean. Sólo necesito unos momentos de intimidad para poder sentir lo que
quiera sin que nadie lo sepa. Bajo la capucha le digo adiós en silencio a
Thresh y le agradezco que me dejara seguir viva; le prometo recordarlo y, si
puedo, hacer algo por ayudar a su familia y a la de Rue, en caso de que gane.
Después me escapo al mundo de los sueños con la tranquilidad que me dan el
estómago lleno y la cálida presencia de Peeta a mi lado.
·
Cuando me despierta
más tarde, lo primero que noto es el olor a queso de cabra. Tiene en la mano
medio panecillo untado con el queso cremoso y cubierto de rodajas de manzana.
--No te enfades --me
dice--. Es que tenía que comer otra vez. Toma tu mitad.
--Oh, bien --respondo
de inmediato, dándole un gran bocado. El fuerte queso grasiento sabe igual que
el que hace Prim, y las manzanas están dulces y crujientes--. Ummm.
--En la panadería
hacemos tarta de queso de cabra y manzana.
--Seguro que es cara.
--Demasiado para que
se la coma mi familia, a no ser que se haya puesto muy rancia. Casi todo lo que
comemos está rancio, claro --añade Peeta, arropándose con el saco de dormir. En
menos de un minuto está roncando.
Vaya, siempre supuse
que los tenderos vivían la buena vida, y es cierto que Peeta nunca ha tenido
problemas para comer, pero resulta deprimente vivir de pan rancio, de las
barras duras y secas que nadie quiere. Como yo llevo la comida a casa todos los
días, nosotras casi siempre comemos cosas frescas, tanto que hay que asegurarse
de que no salgan corriendo.
En algún momento de
mi turno deja de llover, pero no poco a poco, sino de golpe. El aguacero
termina y sólo quedan las gotas residuales del agua de las ramas y el torrente
del arroyo que tenemos debajo, que estará a rebosar. Sale una luna llena
preciosa y veo el exterior sin necesidad de ponerme las gafas. No sé si la luna
es real o una proyección de los Vigilantes; recuerdo que hubo luna llena justo
antes de irme de casa, porque Gale y yo la vimos salir mientras cazábamos hasta
entrada la noche.
¿Cuánto tiempo llevo
fuera? Supongo que hemos estado unas dos semanas en el estadio, además de la
semana de preparación en el Capitolio. Quizá la luna haya completado su ciclo.
Por alguna razón, deseo desesperadamente que sea mi luna, la misma que veo
desde el bosque del Distrito 12; eso me daría algo a lo que aferrarme en el
surrealista mundo del campo de batalla, donde hay que dudar de la autenticidad
de todo.
Quedamos cuatro.
Por primera vez me
permito pensar en serio en la posibilidad de volver a casa, de volver famosa y
rica a mi propia casa de la Aldea de los Vencedores. Mi madre y Prim se irían a
vivir conmigo, y ya no habría que temer al hambre. Un nuevo tipo de libertad,
pero, después... ¿qué? ¿Cómo será mi vida cotidiana? Antes dedicaba casi todo
mi tiempo a conseguir comida; si me quitan eso, no estoy muy segura de quién
soy, ni de cuál es mi identidad. La idea me asusta un poco. Pienso en Haymitch
y en todo su dinero. ¿En qué se convirtió su vida? Vive solo, sin esposa ni
hijos, se pasa la mayor parte del día borracho. No quiero acabar así.
--Pero no estarás
sola --susurro para mis adentros.
Tengo a mi madre y a
Prim. Bueno, por ahora. Y después... No quiero pensar en después, cuando Prim
crezca y mi madre muera. Sé que nunca me casaré, no pienso arriesgarme a traer
un hijo al mundo, porque si hay algo que no te garantizan como vencedor es la
seguridad de tus hijos. Los nombres de mis niños entrarían en las urnas de la
cosecha con los de todo el mundo, y juro que no dejaré que eso suceda.
El sol sale al fin, y
su luz entra por las grietas e ilumina la cara de Peeta. ¿En quién se
transformará si volvemos a casa? ¿Quién será este asombroso buenazo que miente
tan bien que todo Panem cree que está loco de amor por mí? Reconozco que hay
momentos en que yo también me lo creo. «Al menos, seremos amigos», pienso. Nada
cambiará el hecho de que aquí nos hemos salvado la vida el uno al otro y,
además, siempre será el chico del pan. Buenos amigos. Sin embargo, cualquier
cosa que vaya más allá de eso... Siento cómo los grises ojos de Gale me
observan desde el Distrito 12 mientras observo a Peeta.
Como me siento
incómoda, tengo que moverme; me acerco a Peeta y le sacudo el hombro. Él abre
los ojos con aire soñoliento y, cuando se fijan en mí, me acerca para darme un
largo beso.
--Estamos perdiendo
tiempo de caza --digo cuando por fin me suelto.
--Yo no diría que
esto sea perder el tiempo --asegura; se levanta y se estira con ganas--.
Entonces, ¿cazamos con el estómago vacío para estar más alerta?
--Nosotros no.
Nosotros nos atiborramos para tener más energía.
--Cuenta conmigo
--responde él, aunque veo que le sorprende que divida el resto del estofado con
arroz y le pase un plato lleno--. ¿Todo esto?
--Lo repondremos hoy
--le aseguro, y los dos nos lanzamos sobre la comida. Aunque esté fría, sigue
siendo una de las mejores recetas que he probado. Dejo el tenedor y apuro las
últimas gotas de salsa con el dedo--. Es como si viese a Effie Trinket
escandalizándose por mis modales.
--¡Eh, Effie, mira
esto! --exclama Peeta. Tira el tenedor por encima del hombro y, literalmente,
limpia el plato a lametones dejando escapar ruiditos de satisfacción. Después
le sopla un beso y grita:-- ¡Te echamos de menos, Effie!
--¡Para! --digo,
tapándole la boca, aunque riéndome--. Cato podría estar ahí fuera.
--¿Qué más me da?
--asegura, cogiéndome la mano y acercándome a él--. Te tengo a ti para
protegerme.
--Venga --insisto,
impaciente, librándome de su abrazo, pero no sin antes ganarme otro beso.
Después de guardarlo
todo y salir de la cueva, nos ponemos serios. Es como si los últimos días, bajo
el cobijo de las rocas, la lluvia y la obsesión de Cato con Thresh, hubiesen
sido un respiro, una especie de vacaciones. Ahora, aunque el día está soleado y
hace calor, los dos sentimos que hemos vuelto a los juegos. Le paso a Peeta mi
cuchillo, ya que perdió las armas que tuviera, y él se lo mete en el cinturón.
Mis últimas siete flechas (de las doce que tenía sacrifiqué tres en la
explosión y dos en el banquete) están demasiado solas en el carcaj. No puedo
permitirme perder más.
--Ya nos estará
buscando --dice Peeta--. Cato no es de los que se sientan a esperar a que
aparezca la presa.
--Si está herido...
--Da igual. Si puede
moverse, estará de camino.
Con la lluvia, el arroyo
se ha desbordado varios metros por ambas orillas. Nos detenemos a reponer agua
y compruebo las trampas que dejé hace algunos días: vacías. No es de extrañar,
teniendo en cuenta el tiempo que ha hecho. Además, no he visto muchos animales
ni huellas de ellos por aquí.
--Si queremos comida,
será mejor que regresemos a mi anterior territorio de caza.
--Tú decides, sólo
tienes que decirme qué debo hacer.
--Mantente alerta
--le digo--. Quédate en las rocas todo lo posible, no tiene sentido dejar un
rastro. Y escucha por los dos.
Llegados a este
punto, está claro que la explosión me dejó sorda del oído izquierdo.
Caminaría por el agua
para borrar del todo nuestras huellas, pero no sé bien si la pierna de Peeta
podría soportar la corriente. Aunque las medicinas han curado la infección,
sigue estando bastante débil. A pesar del dolor en la frente por culpa del
corte del cuchillo, he dejado de sangrar después de tres días. Llevo una venda
en la cabeza, por si acaso el ejercicio físico abre la herida de nuevo.
Al avanzar arroyo
arriba, pasamos por el lugar en que Peeta se camufló entre las hierbas y el
lodo. Lo bueno es que, entre el aguacero y las orillas inundadas, no queda nada
de su escondite. Eso significa que, en caso de necesidad, podemos volver a la
cueva; de lo contrario, no me arriesgaría, con Cato buscándonos.
Los cantos rodados se
convierten en rocas que, poco a poco, pasan a ser guijarros y después, para mi
alivio, volvemos a las agujas de pino y la suave inclinación de la tierra del
bosque. Por primera vez me doy cuenta de que tenemos un problema: caminar por
terrenos rocosos con una pierna mala... Bueno, tienes que hacer ruido; pero
Peeta hace ruido incluso en el blando lecho de agujas de pino. Y cuando digo
ruido, quiero decir ruido de verdad, como si fuese dando pisotones o algo así.
Me vuelvo para mirarlo.
--¿Qué? --me
pregunta.
--Tienes que hacer
menos ruido. Olvídate de Cato; estás espantando a todos los conejos en quince
kilómetros a la redonda.
--¿De verdad? Lo
siento, no lo sabía.
Así que empezamos
otra vez y lo hace un poquito mejor, pero, incluso con una sola oreja
funcionando, me sobresalta.
--¿Puedes quitarte
las botas? --le sugiero.
--¿Aquí? --pregunta,
sin poder creérselo, como si le hubiese pedido que caminase descalzo sobre
brasas o algo parecido.
Tengo que recordarme
que no está acostumbrado al bosque, que es un lugar aterrador y prohibido al
otro lado de las alambradas del Distrito 12. Pienso en Gale y sus pies de
terciopelo. Es espeluznante lo silencioso que llega a ser, incluso cuando está
todo lleno de hojas caídas y resulta complicado moverse sin espantar a los
animales. Seguro que se está partiendo de risa en casa.
--Sí --le explico con
paciencia--. Yo también me las voy a quitar, así iremos los dos en silencio
--aseguro, como si yo también estuviese haciendo ruido.
Así que los dos nos
quitamos las botas y los calcetines y, aunque la cosa mejora un poco, juraría
que se esfuerza por partir todas las ramas con las que nos encontramos.
Huelga decir que, a
pesar de que tardamos varias horas en llegar al viejo campamento de Rue, no he
disparado ni una flecha. Si el arroyo se calmara podría pescar, pero la
corriente sigue siendo demasiado fuerte. Cuando nos detenemos a descansar y
beber agua, intento pensar en una solución. Lo ideal sería dejar a Peeta con
una tarea sencilla de recogida de raíces y largarme a cazar, aunque así se
quedaría solo y con un cuchillo para defenderse, contra la superioridad física
y las lanzas de Cato. Lo que en realidad me gustaría es intentar esconderlo en
algún lugar seguro, irme de caza y volver para recogerlo; me da la sensación de
que su ego no va a aceptar la sugerencia.
--Katniss, tenemos
que separarnos. Sé que estoy espantando a los animales.
--Sólo porque tienes
la pierna mal --respondo con generosidad, porque, la verdad, eso no es más que
parte del problema.
--Lo sé, pero ¿por
qué no sigues tú? Enséñame qué plantas tengo que recoger y así los dos
resultaremos útiles.
--No, si Cato viene y
te mata.
Intenté decirlo en
tono amable, pero ha sonado como si pensara que es un debilucho.
--Puedo manejar a
Cato --responde, sorprendiéndome con su risa--. Ya he luchado antes contra él,
¿no?
«Sí, y salió
estupendamente, acabaste medio muerto en el barro de la orilla.»
Es lo que quiero
decirle, pero no puedo, porque, al fin y al cabo, él arriesgó la vida por
salvarme de Cato. Pruebo otra táctica.
--¿Y si trepas a un
árbol y haces de vigía mientras cazo? --pregunto, intentando que parezca un
trabajo muy importante.
--¿Y si me enseñas
qué puede comerse por aquí y tú te vas a conseguir un poco de carne?
--responde, imitándome--. Pero no te alejes mucho, por si necesitas ayuda.
Suspiro y le enseñó
qué raíces puede desenterrar. Está claro que necesitamos comida, porque una
manzana, dos panecillos y un trozo de queso del tamaño de una ciruela no nos
van a durar mucho. Me quedaré cerca y rezaré porque Cato esté muy lejos.
Lo enseño a silbar
(no una melodía, como la de Rue, sino un silbido sencillo de dos notas) para
que podamos decirnos que seguimos vivos. Por suerte, se le da bien, así que lo
dejo con la mochila y me voy.
Me siento como si
volviera a tener diez años y estuviese atada no sólo a la seguridad de la
alambrada, sino también a Peeta; me permito delimitar entre seis y diez metros
de zona de caza. Sin embargo, al alejarme de él los bosques se llenan de
sonidos de animales. Con la tranquilidad de oírlo silbar de vez en cuando, me
alejo un poco más y pronto tengo dos conejos y una ardilla gorda. Decido que
con eso basta; puedo poner algunas trampas y quizá pescar algo, lo que, sumado
a las raíces de Peeta, nos valdrá por ahora.
Al volver sobre mis
pasos me doy cuenta de que llevamos un rato sin intercambiar señales. Cuando
silbo y veo que no recibo respuesta, echó a correr y llego a la mochila y el
montón de raíces en un segundo. Ha puesto el cuadrado de plástico en el suelo
y, encima, bajo el sol, una capa de bayas. Pero ¿dónde está?
--¡Peeta! --grito,
presa del pánico--. ¡Peeta!
Me vuelvo al oír un
movimiento de arbustos y estoy a punto de ensartarlo con una flecha. Por suerte,
aparto el arco en el último segundo y la flecha se clava en el tronco de un
roble, a su izquierda. Él retrocede de un salto y lanza por los aires un puñado
de bayas.
--¿Qué estás
haciendo? --exclamo, porque mi miedo sale convertido en rabia--. ¡Se supone que
tienes que estar aquí, no corriendo por el bosque!
--Encontré unas bayas
arroyo abajo --responde; está claro que no entiende mi enfado.
--Silbé. ¿Por qué no
respondiste?
--No lo oí, supongo
que el agua hace demasiado ruido.
Se acerca y me pone
las manos en los hombros. Entonces me doy cuenta de que estoy temblando.
--¡Creía que Cato te
había matado! --le digo, casi a gritos.
--No, estoy bien.
--Me rodea con sus brazos, pero no respondo--. ¿Katniss?
--Si dos personas
acuerdan una señal, tienen que quedarse dentro de su alcance --insisto,
apartándolo, intentando ordenar mis sentimientos--. Porque si uno de los dos no
responde, es que tiene problemas, ¿vale?
--¡Vale!
--Vale, porque eso es
lo que le pasó a Rue... ¡y la vi morir! --Le doy la espalda, me acerco a la
mochila y abro una botella de agua nueva, aunque todavía me queda en la mía.
Sin embargo, no estoy preparada para perdonarlo. Veo la comida: no han tocado
los panecillos y las manzanas, pero alguien ha estado picoteando el queso--. ¡Y
has comido sin mí!
La verdad es que no
me importa, sólo quiero tener otra cosa por la que enfadarme.
--¿Qué? No, yo no he
sido.
--Oh, entonces
supongo que las manzanas se han comido el queso.
--No sé qué se ha
comido el queso --responde Peeta, pronunciando las palabras despacio y con
cuidado, como si intentase no perder los nervios--, pero no fui yo. He estado
en el arroyo, recogiendo bayas. ¿Quieres unas pocas?
No me importaría,
aunque no quiero rendirme tan pronto. En todo caso, me acerco a mirarlas; no
las había visto nunca... Sí, sí las he visto antes, pero no en el estadio. No
son las bayas de Rue, por mucho que lo parezcan; tampoco coinciden con las que
nos enseñaron en el entrenamiento. Me inclino, cojo unas pocas y las muevo
entre los dedos.
Recuerdo la voz de mi
padre: «Éstas no, Katniss, nunca. Son jaulas de noche, estarías muerta antes de
que te llegaran al estómago».
Justo en ese
instante, suena el cañonazo. Me vuelvo rápidamente, temiendo ver a Peeta en el
suelo, pero él se limita a arquear las cejas. El aerodeslizador aparece a unos
noventa metros: está llevándose lo que queda del demacrado cuerpo de la
Comadreja. Veo un destello de pelo rojo a la luz del sol.
Tendría que haberlo
supuesto en cuanto vi que faltaba queso...
Peeta me coge del
brazo y me empuja hacia un árbol.
--Trepa, llegará en
un segundo. Tendremos más posibilidades luchando desde arriba.
--No, Peeta. La has
matado tú, no Cato --lo detengo, sintiéndome muy tranquila de repente.
--¿Qué? Ni siquiera
la había vuelto a ver desde el primer día. ¿Cómo iba a matarla?
Le enseño las bayas a
modo de respuesta.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario