Capítulo 16
Rue ha decidido
confiar en mí sin reservas. Lo sé porque, en cuanto se termina el himno, se
acurruca a mi lado y se queda dormida. Yo tampoco recelo, ya que no tomo
ninguna precaución especial. Si quisiera verme muerta, le habría bastado con
desaparecer de aquel árbol sin avisarme de la presencia del nido de
rastrevíspulas. Sin embargo, muy en el fondo de mi conciencia, noto la presión
de lo obvio: no podemos ganar estos juegos las dos. En cualquier caso, como lo
más probable es que no sobrevivamos ninguna, consigo no hacer caso de ese
pensamiento. Además, me distrae mi última idea sobre los profesionales y sus
provisiones. Rue y yo debemos encontrar la forma de destruir su comida. Estoy
bastante segura de que a ellos les costaría una barbaridad alimentarse solos.
La estrategia tradicional de los tributos profesionales consiste en reunir toda
la comida posible y avanzar a partir de ahí. Cuando no la protegen bien,
pierden los juegos (un año la destruyó una manada de reptiles asquerosos y otro
una inundación creada por los Vigilantes). El hecho de que los profesionales
hayan crecido con una alimentación mejor juega en su contra, ya que no están
acostumbrados a pasar hambre; todo lo contrario que Rue y yo.
Sin embargo, estoy
demasiado cansada para empezar a tramar un plan detallado esta noche. Mis
heridas están sanando, sigo un poco embotada por culpa del veneno, y el calor
de Rue a mi lado, su cabeza apoyada en mi hombro, hacen que me sienta segura.
Por primera vez, me doy cuenta de lo sola que me he sentido desde que llegué al
campo de batalla, de lo reconfortante que puede ser la presencia de otro ser
humano. Me dejo vencer por el sueño y decido que mañana se volverán las tornas.
Mañana serán los profesionales los que tengan que guardarse las espaldas.
Me despierta un
cañonazo; unos rayos de luz atraviesan el cielo y los pájaros ya están
trinando. Rue está encaramada a una rama frente a mí, con algo en la mano.
Esperamos por si se producen más disparos, pero no oímos ninguno.
--¿Quién crees que ha
sido?
No puedo evitar
pensar en Peeta.
--No lo sé, podría
haber sido cualquiera de los otros --responde Rue--. Supongo que nos enteraremos
esta noche.
--¿Me puedes repetir
quién queda?
--El chico del
Distrito 1, los dos del Distrito 2, el chico del Distrito 3, Thresh y yo, y
Peeta y tú. Eso hace ocho. Espera, y el chico del Distrito 10, el de la pierna
mala. Él es el noveno. --Hay alguien más, pero ninguna de las dos conseguimos
recordarlo--. Me pregunto cómo habrá muerto el último.
--No hay forma de
saberlo, pero nos viene bien. Una muerte servirá para entretener un poco a las
masas. Quizá nos dé tiempo a preparar algo antes de que los Vigilantes decidan
que la cosa va demasiado lenta. ¿Qué tienes en las manos?
--El desayuno
--responde Rue; las abre y me enseña dos grandes huevos.
--¿De qué son?
--No estoy segura;
hay una zona pantanosa por allí, una especie de ave acuática.
Estaría bien
cocinarlos, pero no queremos arriesgarnos a encender un fuego. Supongo que el
tributo muerto habrá sido una víctima de los profesionales, lo que significa
que se han recuperado lo bastante para volver a los juegos. Nos dedicamos a
sorber el contenido de los huevos, y a comernos un muslo de conejo y algunas
bayas. Es un buen desayuno se mire por donde se mire.
--¿Lista para
hacerlo? --pregunto, colgándome la mochila.
--¿Hacer el qué?
--pregunta Rue a su vez; por la forma en que se ha apresurado a responder, está
dispuesta a hacer cualquier cosa que le proponga.
--Hoy vamos a
quitarle la comida a los profesionales.
--¿Sí? ¿Cómo?
Veo que los ojos le
brillan de emoción. En ese sentido, es justo lo contrario que Prim: para mi
hermana, las aventuras son un calvario.
--Ni idea. Venga, se
nos ocurrirá algo mientras cazamos.
No cazamos mucho
porque estoy demasiado ocupada sacándole a Rue toda la información posible
sobre la base de los profesionales. Sólo se ha acercado a espiar un poco, pero
es muy observadora. Han montado el campamento junto al lago, y su alijo de
suministros está a unos veinticinco metros. Durante el día dejan montando
guardia a otro tributo, el chico del Distrito 3.
--¿El chico del
Distrito 3? --pregunto--. ¿Está trabajando con ellos?
--Sí, se queda todo
el tiempo en el campamento. A él también le picaron las rastrevíspulas cuando
los siguieron hasta el lago --responde Rue--. Supongo que acordaron dejarlo
vivir a cambio de que les hiciese de guardia, pero no es un chico muy grande.
--¿Qué armas tiene?
--No muchas, por lo
que vi. Una lanza. Puede que consiga espantarnos a unos cuantos con ella, pero
Thresh podría matarlo con facilidad.
--¿Y la comida está
ahí, sin más? --pregunto, y ella asiente--. Hay algo que no encaja en ese
esquema.
--Lo sé, pero no pude
averiguar el qué. Katniss, aunque lograses llegar hasta la comida, ¿cómo te
librarías de ella?
--La quemaría, la
tiraría al lago, la empaparía de combustible... --Le doy con el dedo en la
tripa, como hacía con Prim--. ¡Me la comería! --Ella suelta una risita--. No te
preocupes, pensaré en algo. Destruir cosas es mucho más fácil que construirlas.
Nos pasamos un rato
desenterrando raíces, recogiendo bayas y vegetales, y elaborando una estrategia
entre susurros. Así acabo conociendo a Rue, la mayor de seis críos, tan
protectora de sus hermanos que les da sus raciones a los más pequeños, tan
valiente que rebusca en las praderas de un distrito cuyos agentes de la paz son
mucho menos complacientes que los nuestros. Rue, la niña que, cuando le preguntas
por lo que más ama en el mundo, contesta que la música, nada más y nada menos.
--¿La música?
--repito. En nuestro mundo, la música está al mismo nivel que los lazos para el
pelo y los arco iris, en cuando a utilidad se refiere. Al menos los arco iris te
dan una pista sobre el clima--. ¿Tienes mucho tiempo para eso?
--Cantamos en casa y
también en el trabajo. Por eso me encanta tu insignia --añade, señalando el
sinsajo; yo me había vuelto a olvidar de su existencia.
--¿Tenéis sinsajos?
--Oh, sí, algunos son
muy amigos míos. Nos dedicamos a cantar juntos durante horas y llevan los
mensajes que les doy.
--¿Qué quieres decir?
--Suelo ser la que
está más alto, así que soy la primera que ve la bandera que señala el fin de la
jornada. Canto una cancioncilla especial --dice; entonces abre la boca y canta
una melodía de cuatro notas con una voz clara y dulce--, y los sinsajos la
repiten por todo el huerto. Así la gente sabe cuándo parar. Sin embargo, pueden
ser peligrosos si te acercas demasiado a sus nidos, aunque es lógico.
--Toma, quédatelo tú
--le digo, quitándome la insignia--. Significa más para ti que para mí.
--Oh, no --contesta
ella, cerrándome los dedos sobre la insignia que tengo en la mano--. Me gusta
vértelo puesto, por eso decidí que eras de confianza. Además, tengo esto. --Se
saca de debajo de la camisa un collar tejido con una especie de hierba. De él
cuelga una estrella de madera tallada toscamente; o quizá sea una flor--. Es un
amuleto de la buena suerte.
--Bueno, por ahora
funciona --respondo, volviendo a prenderme el sinsajo a la camisa--. Quizá te
vaya mejor sólo con él.
A la hora de la
comida ya tenemos un plan; lo llevaremos a cabo a media tarde. Ayudo a Rue a
recoger y colocar la madera para la primera de dos fogatas, aunque la tercera
tendrá que prepararla ella sola. Decidimos reunimos después en el sitio donde
hicimos nuestra primera comida juntas, ya que el arroyo debería facilitarme la
tarea de encontrarlo. Antes de partir me aseguro de que la niña esté bien
provista de comida y cerillas, incluso insisto en que se lleve mi saco de
dormir, por si no logramos encontrarnos antes de que caiga la noche.
--¿Y tú qué? ¿No
pasarás frío? --me pregunta.
--No si cojo otro
saco en el lago --respondo--. Ya sabes, aquí robar no es ilegal --añado,
sonriendo.
En el último minuto,
Rue decide enseñarme su señal de sinsajo, la que canta para anunciar que ha
terminado la jornada.
--Quizá no funcione,
pero, si oyes a los sinsajos cantarla, sabrás que estoy bien, aunque no pueda
regresar en ese momento.
--¿Hay muchos
sinsajos por aquí?
--¿No los has visto?
Tienen nidos por todas partes --responde. Reconozco que no me he dado cuenta.
--Pues vale. Si todo
va según lo previsto, te veré para la cena --le digo.
De repente, Rue me
rodea el cuello con los brazos; vacilo un instante, pero acabo devolviéndole el
abrazo.
--Ten cuidado --me
pide.
--Y tú --respondo;
después me vuelvo y me dirijo al arroyo, algo preocupada. Preocupada porque Rue
acabe muerta, porque Rue no acabe muerta y nos quedemos las dos hasta el final,
por dejar a Rue sola, por haber dejado a Prim sola en casa. No, Prim tiene a mi
madre, a Gale y a un panadero que me ha prometido que no la dejará pasar
hambre. Rue sólo me tiene a mí.
Una vez en el arroyo,
no hay más que seguir su curso colina abajo hasta el lugar en que empecé a
recorrerlo, después del ataque de las avispas. Tengo que moverme con precaución
por el agua, porque no dejo de hacerme preguntas sin respuesta, la mayoría
sobre Peeta. Esta mañana ha sonado un cañonazo. ¿Era para anunciar su muerte? Si
es así, ¿cómo ha muerto? ¿A manos de un profesional? ¿Y habrá sido para
vengarse de que me dejase escapar? Intento recordar de nuevo aquel momento
junto al cadáver de Glimmer, cuando apareció entre los árboles. Sin embargo, el
hecho de que estuviese brillando me hace dudar de todo lo que sucedió.
Tardo pocas horas en
llegar a la zona poco profunda donde me bañé, lo que significa que ayer tuve
que moverme muy despacio. Hago un alto para llenar la botella de agua y añado
otra capa de barro a la mochila, que parece decidida a seguir siendo naranja,
independientemente de la cantidad de camuflaje que le ponga.
Mi proximidad al
campamento de los profesionales hace que se me agucen los sentidos y, cuanto
más me acerco a ellos, más alerta estoy; me detengo con frecuencia para prestar
atención a ruidos extraños, con una flecha preparada en la cuerda del arco. No
veo a otros tributos, pero sí que descubro algunas de las cosas que ha
mencionado Rue: arbustos de bayas dulces; otro con las hojas que me curaron las
picaduras; grupos de nidos de rastrevíspulas cerca del árbol en el que me quedé
atrapada; y, de cuando en cuando, el parpadeo blanco y negro del ala de un
sinsajo en las ramas que tengo encima.
Llego al árbol que
tiene el nido abandonado en el suelo y me detengo un momento para reunir valor.
Rue me ha dado instrucciones específicas para llegar desde este punto al mejor
escondite desde el que espiar el lago. «Recuerda --me digo--, tú eres la
cazadora, no ellos.»
Cojo el arco con
decisión y sigo adelante. Llego hasta el bosquecillo del que me ha hablado Rue
y, de nuevo, admiro su astucia: está justo al borde del bosque, pero el
frondoso follaje es tan espeso por abajo que puedo observar fácilmente el
campamento de los profesionales sin que ellos me vean. Entre nosotros está el
amplio claro en el que comenzaron los juegos.
Hay cuatro tributos:
el chico del Distrito 1, Cato y la chica del Distrito 2, y un chico escuálido y
pálido que debe de ser del Distrito 3. No me causó ninguna impresión durante el
tiempo que pasamos en el Capitolio; no recuerdo casi nada de él, ni su traje,
ni su puntuación en el entrenamiento, ni su entrevista. Incluso ahora que lo
tengo sentado delante, jugueteando con una especie de caja de plástico, resulta
fácil no hacerle caso al lado de sus compañeros, más grandes y dominantes. Sin
embargo, algún valor tendrá para ellos, porque, si no, no se habrían molestado
en dejarlo vivir. En cualquier caso, verlo sólo sirve para hacerme sentir más
incómoda sobre los motivos de los profesionales para ponerlo de guardia, para
no matarlo.
Los cuatro tributos
parecen seguir recuperándose del ataque de las avispas. Aunque estoy un poco
lejos, distingo los bultos hinchados de las picaduras. Seguramente no habrán
tenido la sensatez necesaria para quitarse los aguijones o, si lo han hecho, no
saben nada de las hojas curativas. Al parecer, las medicinas que encontraron en
la Cornucopia no les han servido de nada.
La Cornucopia sigue
donde estaba, aunque sin nada en el interior. La mayoría de las provisiones,
metidas en cajas, sacos de arpillera y contenedores de plástico, están apiladas
en una ordenada pirámide a una distancia bastante cuestionable del campamento.
Otras cosas se han quedado diseminadas por el perímetro de la pirámide, como si
imitaran la disposición de suministros alrededor de la Cornucopia al principio
de los juegos. Una red cubre la pirámide en sí, aunque no le veo otra utilidad
que alejar a los pájaros.
La configuración en
su conjunto me resulta desconcertante. La distancia, la red y la presencia del
chico del Distrito 3. Lo que está claro es que destruir estos suministros no va
a ser tan sencillo como parece; tiene que haber otro factor en juego, y será
mejor que me quede quieta hasta descubrir cuál es. Mi teoría es que la pirámide
tiene algún tipo de trampa; se me ocurren pozos escondidos, redes que caen
sobre los incautos o un cable que, al romperse, lanza un dardo venenoso directo
al corazón. Las posibilidades son infinitas, claro.
Mientras le doy
vueltas a mis opciones, oigo a Cato gritar algo. Está señalando al bosque,
lejos de mí, y, sin necesidad de mirar, sé que Rue habrá encendido ya la
primera hoguera. Nos aseguramos de recoger la suficiente madera verde para que
el humo se viese bien. Los profesionales empiezan a armarse de inmediato.
Se inicia una pelea;
gritan tan fuerte que oigo que discuten si el chico del Distrito 3 debe
quedarse o acompañarlos.
--Se viene. Lo
necesitamos en el bosque y aquí ya ha terminado su trabajo. Nadie puede tocar
los suministros --dice Cato.
--¿Y el chico amoroso?
--pregunta el chico del Distrito 1.
--Ya te he dicho que
te olvides de él. Sé dónde le di el corte. Es un milagro que todavía no se haya
desangrado. De todos modos, ya no está en condiciones de robarnos.
Así que Peeta está en
el bosque, malherido. Sin embargo, sigo sin saber qué lo llevó a traicionar a
los profesionales.
--Venga. --Insiste
Cato, y le pasa una lanza al chico del Distrito 3; después se alejan en
dirección a la fogata. Lo último que oigo cuando entran en el bosque es:--
Cuando la encontremos, la mato a mi manera, y que nadie se meta.
Por algún motivo,
dudo que se refiera a Rue; no fue ella la que les tiró el nido encima.
Me quedo donde estoy
una media hora, intentando decidir qué hacer con las provisiones. Mi ventaja
con el arco y las flechas es la distancia, podría disparar sin problemas una
flecha ardiendo a la pirámide (con mi puntería puedo meterla por uno de los
agujeros de la red), pero eso no me garantiza que prenda. Lo más probable es
que se apague sola y, entonces, ¿qué? No lograría nada y les habría dado
demasiado información sobre mí; que estoy aquí, que tengo un cómplice y que sé
usar el arco con precisión.
No tengo alternativa:
habrá que acercarse más y ver si descubro qué está protegiendo los suministros.
De hecho, estoy a punto de salir al descubierto cuando un movimiento me llama
la atención. A varios metros a mi derecha, veo a alguien salir del bosque.
Durante un momento creo que es Rue, hasta que reconozco a la chica con cara de
comadreja (es la que no lograba recordar esta mañana), que se acerca a rastras
al alijo. Cuando por fin decide que no hay peligro, corre hacia la pirámide
dando pasitos rápidos. Justo antes de llegar al círculo de suministros que hay
esparcidos alrededor, se detiene, mira por el suelo y coloca los pies con
cuidado en un punto. Después se acerca a la pirámide dando unos extraños
saltitos, a veces a la pata coja, otras balanceándose un poco y otras
arriesgándose a dar unos cuantos pasos. En cierto momento se lanza por el aire
por encima de un barrilito y aterriza de puntillas. Sin embargo, se ha dado
demasiado impulso y cae hacia adelante, dando un chillido al tocar el suelo con
las manos. Como ve que no pasa nada, se pone rápidamente de pie y sigue
adelante hasta llegar a las cosas.
Por lo visto, tengo razón
con respecto a las trampas, aunque parece algo más complicado de lo que me
imaginaba. También tenía razón acerca de la chica: debe de ser muy astuta para
haber descubierto el camino seguro hasta la comida y ser capaz de reproducirlo
con tanta precisión. Se llena la mochila sacando algunos artículos de varios
contenedores: galletas saladas de una caja, un puñado de manzanas de un saco de
arpillera colgado en el lateral de un cubo. Procura no coger demasiado, para
que nadie note que falta comida, para que nadie sospeche. Después repite su
extraño baile hasta abandonar el círculo y sale corriendo de nuevo por el
bosque, sana y salva.
Me doy cuenta de que
tengo los dientes apretados por la frustración; la Comadreja me ha confirmado
lo que ya suponía, pero ¿qué clase de trampa requerirá tanta destreza y tendrá
tantos puntos de disparo? ¿Por qué chilló la chica cuando tocó el suelo con las
manos? Cualquiera habría pensado..., entonces empiezo a entenderlo...,
cualquiera habría pensado que iba a estallar.
--Está minado
--susurro.
Eso lo explica todo:
lo poco que les importaba a los profesionales dejar los suministros sin
vigilancia, la reacción de la Comadreja, la participación del chico del
Distrito 3, el distrito de las fábricas, donde producían televisores, automóviles
y explosivos. ¿Y de dónde los habrá sacado? ¿De las provisiones? No es el tipo
de arma que suelen proporcionar los Vigilantes, ya que prefieren ver a los
tributos destrozarse cara a cara. Salgo de los arbustos y me acerco a las
placas metálicas redondas que suben a los tributos al estadio. Se nota que han
escarbado el suelo a su alrededor para después volver a aplanarlo. Las minas se
desactivan después de los sesenta segundos que tenemos que pasar encima de las
plataformas, pero el chico del Distrito 3 debe de haber conseguido
reactivarlas. Nunca había visto algo así en los juegos, seguro que hasta los
Vigilantes están sorprendidos.
Bueno, pues un hurra
por el chico del Distrito 3, que ha sido capaz de superarlos, pero ¿qué hago
yo? Está claro que no puedo meterme en ese laberinto sin acabar volando por los
aires. En cuanto a lanzar una flecha ardiendo, sería una tontería. Las minas se
activan con la presión, y no tiene que ser una presión muy grande. Un año a una
chica se le cayó su símbolo, una pelotita de madera, cuando todavía estaba en
la plataforma, y tuvieron que raspar sus restos del suelo, literalmente.
Tengo los brazos
fuertes, podría lanzar algunas piedras y luego... ¿qué? ¿Activar una mina,
quizá? Eso iniciaría una reacción en cadena. ¿O no? ¿Habrá puesto el chico del
Distrito 3 las minas de forma que el estallido de una sola no afecte a las
otras? Así se aseguraría de la muerte del invasor sin poner el peligro los
suministros. Aunque sólo hiciese estallar una mina, seguro que los
profesionales volverían corriendo a por mí. De todos modos, ¿en qué estoy
pensando? Está la red, precisamente colocada para evitar un ataque por el
estilo. Además, lo que de verdad necesito es lanzar unas treinta rocas a la
vez, disparar una reacción en cadena y destruirlo todo.
Vuelvo la vista
atrás, hacia el bosque: el humo de la segunda fogata de Rue sube por el cielo.
Los profesionales deben de haber empezado a sospechar que se trata de una
trampa. Se me agota el tiempo.
Sé que todo esto
tiene solución, y que sólo tengo que concentrarme a fondo. Me quedo mirando la
pirámide, los cubos y las cajas, todo ello demasiado pesado como para
derribarlo de un flechazo. Quizá alguno contenga aceite para cocinar; a punto
de revivir la idea de la flecha ardiendo, me doy cuenta de que podría acabar
perdiendo las doce flechas sin darle a un contenedor de aceite, ya que estaría
tirando a ciegas. Estoy pensando en intentar recrear el camino de la Comadreja
hacia la pirámide, con la esperanza de encontrar nuevas formas de destrucción,
cuando me fijo en el saco de manzanas. Podría cortar la cuerda de un flechazo,
como en el Centro de Entrenamiento. Es una bolsa grande, aunque puede que sólo
disparase una explosión. Si pudiera soltar todas las manzanas...
Ya sé qué hacer. Me
pongo a tiro y me doy un límite de tres flechas para conseguirlo. Coloco los
pies con cuidado, me aisló del resto del mundo y afino la puntería. La primera
flecha rasga el lateral del saco, cerca de la parte de arriba, y deja una raja
en la arpillera. La segunda la convierte en un agujero. Veo que una de las
manzanas empieza a tambalearse justo cuando disparo la tercera flecha, acierto
en el trozo rasgado de arpillera y lo arranco de la bolsa.
Todo parece
paralizarse durante un segundo. Después, las manzanas se esparcen por el suelo
y yo salgo volando por los aires.
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